Está oscuro fuera. Puede ver su reflejo en la ventana que está frente a ella, deslumbrado por la luz de una farola que rompe la negrura. Sus rasgos delicados y sombríos no muestran más que una máscara alejada de cualquier realidad, ¿no es así? La manta que oculta sus hombros resbala, empujada por un escalofrío que recorre su espalda. Observa su propia imagen del cristal, sin reconocerse realmente. Mira con detenimiento sus ojos, procura llegar a una conclusión, intenta buscarle algún significado a que parezca que son profundos huecos opacos teñidos por la noche. Los cierra, despacio, dejando que las dos sábanas castañas a las que cualquier otro habría llamado pestañas arropen los espejos del alma (que por algún casual resultaban indescifrables).
Acoge una amplia bocanada de aire, cargado de su presencia, y alza una mano para enredarla en sus desordenados cabellos encrespados. Vuelve a colocarse la manta y se abraza a sí misma , imaginando que es otra persona. Piensa en cómo esa muestra de afecto la reconforta por dentro y esboza en su mente la forma en la que su cuerpo conduce una cascada cálida y electrizante. Echa la cabeza hacia atrás, dejando su cuello al descubierto y traza una sonrisa traviesa. Vuelve a tomar oxígeno y lo suelta entrecortadamente. Desgarra el aire con un grito suplicante. La farola que ilumina el momento oscila, cada vez más, hasta que la bombilla estalla y todo se tinta de completa oscuridad.
(Y de sollozos imperturbables).