Arrugó la hoja de papel y se vio a sí mismo arrojado a la basura (y olvidado en el suelo a causa de una mala puntería).
Un escritor es parte de sus propios personajes: todos los que estaban encerrados entre las tapas de sus libretas, habían muerto en algún momento del relato. Algunos habían sido asesinados. En otros casos, la misma persona era la que acababa con su vida. Y todas las historias quedaban recopiladas entre las paredes de un cubo viejo de metal, u olvidadas en el suelo, a sus alrededores. Todas ellas con arrugas ancianas, hechas un desperdicio. Obras de arte escritas por quien tiene unas manos espléndidas y unos ojos ciegos. Cuadernos enteros perdidos entre los lamidos del fuego, hambriento de buenos relatos que contar a pasajeros que se reúnan a su alrededor (pero que acaba guardándose como secreto, en forma de cenizas y carboncillo).
Adornaba millones de páginas con tinta negra, sin hacer otra cosa en la vida que crear para luego destruir (algo que se nos da bastante bien a todos). Todas las personas que habituaban su mismo vagón de tren, tenían unas líneas escapadas de entre los dedos del poeta, hablando quizás sobre su rasgo más característico, o el que pasa más desapercibido. También todos tenían una muerte escrita por la pluma de aquel hombre, y cada uno de los distintos finales, había sido despedazado por las mismas manos que les dieron forma.
Murió, con un escrito sin terminar perdido en la esquina de su mesa. Fue encontrado. Hubo un día en el que todas las personas que habituaban su mismo vagón de tren, se miraban entre ellas, y se daban cuenta de que estaban leyendo el mismo libro. También se daban cuenta de que quedaba un asiento vacío. (Era la historia de su vida. Y no la había quemado, porque no estaba seguro de cómo terminarla, de cómo describir su propia muerte.)
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