Suenan los Beatles de fondo, (la voz de Paul, en concreto), pero esta vez no les presta demasiada atención. Está ocupada mirando por la ventana y sumiéndose en sus más profundos pensamientos. Se imagina vendiendo un cuadro pintado por ella misma, en el que se reflejara la imagen que está contemplando. En su ilusión, la pintura está presentada en blanco y negro, salvo por una franja de color rosáceo que resalta las oscuras siluetas de ramas secas, agotadas por el invierno.
Piensa en cómo será el paisaje tras pasar cincuenta años, y también si hace medio siglo eran las mismas tonalidades las que acompañaban el cielo que se encuentra mirando en ese instante. Aunque le gusta burlarse de todos esos colores, utilizando la gama de grises (y acercándose a los matices más oscuros).
Vuelve a la realidad cuando percibe el cambio de canción. Los acordes lentos y apasionados le invitan a ponerse en pie. Baja la cortina, traslúcida, que convierte la vista que hay tras la ventana en una representación parecida al dibujo que tiene en mente, resaltando el brillo de la luz que poco a poco se acerca a los tonos que presenta el resto de su cuadro.
Desde fuera, una mirada curiosa descubre (alzando la cabeza para que su sombrero se lo permita) una figura que se mueve al ritmo de una nueva melodía. Piano, esta vez. Ve, a través de siluetas ensombrecidas, cómo ella va desnudando su cuerpo; deja resbalar la cascada de cabello sobre el arco que forma su espalda. Sigue bailando, soñando con el futuro, alzando los brazos para llegar lejos, de puntillas, elevándose aún más.
Él alza una ceja, deja entrever una media sonrisa, y desaparece tras un camino oscuro que minutos antes había estado coloreado. Y que volvería a estarlo cada día. (Incluso aquel en el que él acompañara a la chica de suaves curvas y movimientos electrizantes en su baile de sombras.)
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