"Necesito escribir." Dijo, mientras una revoltosa maraña de pelo y unos labios más cortados que el café, dirigían su mirada hacia la pila de folios que había encima del microondas. Últimamente su cabeza no correspondía con la que llevaba sobre los hombros, y eso se debía a una dosis diaria de pensamientos suicidas que había empezado a consumir. Acarició una de las hojas, apartó la de arriba haciéndola rozar con la siguiente, y respiró ese sonido. A continuación escogió la segunda (porque nunca que quedaba con lo primero que llegaba, si ella no era una primera opción, no dejaría que ninguna otra cosa lo fuese). Lo único que encontró cerca fue un lapicero al que se le veía la mina por el lado equivocado (era el sustituto de sus uñas cuando las llevaba pintadas de negro) . Rebuscó entre los cubiertos y encontró su pluma favorita: aquella era una ocasión especial. Al girarse, dio con el codo a su taza, y el café inundó su lienzo. Qué importaba. Escribió despacio, midiendo las palabras y saboreando cada letra, con la intención de que quedaran exquisitas a la vista. Pero todas ellas empezaron a flotar sobre el café, y admirando entre ellas su belleza, y la delicadeza con la que habían sido creadas, se enamoraron y bailaron, dejando rastros de tinta por donde pasaban. Ella no se dio cuenta, solo veía aquella que acababa de salir de su puño, y pasaba a concentrarse a la siguiente, olvidándose de todas las anteriores. No terminó de desayunar.
Forzaron la puerta principal. Entró en la casa: un ladrón de vidas, beneficiándose después no con joyas y piezas caras, sino con el detalle que pasaba desapercibido, el que hablara por sí mismo de aquel al que acababa de asesinar. Era su manera de conocer a las personas. No escuchó nada, era muy sigilosa, y acostumbraba a andar con los pies descalzos. La primera habitación por la que pasó fue la cocina. Estaba poco cuidada. Encontró una taza rota, y un río de café que se convertía en una cascada pobre al borde de la mesa. Siguió su camino en busca de la víctima. Llegó a una sala pequeña, con un fuerte olor dulzón, algo metálico, y mucho incienso. La chica, sentada en un sillón verde oscuro parecía dormida, y sostenía entre sus dedos delgados, con las uñas pintadas de negro (y mordidas, como último placer) un folio de aspecto antiguo. Lo cogió, y el papel crujió un poco. Echó un vistazo y acarició a la chica, apartando la misma revoltosa maraña de pelo de aquella mañana, llegando a rozar su cuello. Se detuvo y salió de aquel sitio dejando a la joven donde estaba. Al llegar a casa buscó una chincheta (y clavó en la pared su carta de suicidio).
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