miércoles, 12 de febrero de 2014

Las sábanas desordenadas tiene más encanto.

     La marca rojo pintalabios de su almohada queda bañada por la luz que entra por la ventana. Puede ver el verde de los árboles agitarse de forma suave y acompasada, siguiendo el ritmo de la mañana. Se levanta y siente cómo un escalofrío recorre su cuerpo al pisar el suelo con sus pies descalzos. Envuelta entre las sábanas se aproxima al cristal y deja que entre el aire fresco, que enseguida invade todo el espacio, acariciándolo, (acariciándola). El fuerte olor que había quedado en la estancia se va disipando, de manera que ella puede volver a respirar con normalidad, y se va acostumbrando de nuevo a ello. (Porque la noche anterior se había olvidado completamente.)

     Mira hacia su cama, entera deshecha; hasta se puede ver en la esquina inferior izquierda el color del colchón. Se acerca, pero en ese momento decide que prefiere dejarlo así durante un tiempo, para recordar lo que fue. (Para dejar constancia de que él estuvo ahí, que no fue un sueño; aunque no hubiese esperado a verla despierta de nuevo, a la luz del día.) Echa las sábanas que le envuelven sobre la cama y anda hacia el espejo que tiene colocado en una de las paredes de su cuarto. Se mira de pies a cabeza, recorriendo todo su cuerpo con los ojos (como hizo él anoche). Se detiene entre las caderas y la cintura, y desliza el dedo índice alrededor de su ombligo. Vuelve con su trayectoria, hasta llegar a sus rizos (sus desordenados y caóticos rizos). Intenta situarlos en su sitio, pero resulta imposible. Entonces se detiene en las grises ojeras que colorean sus mejillas, quizás a él le habrían gustado.

     Sale del cuarto de baño. Su pelo ha vuelto a su lugar habitual, y sus tirabuzones vuelven a tener forma. Los tonos grisáceos que se marcaban bajo sus ojos se han destintado, dejando a cambio los pómulos rosados. Las pestañas tienen volumen de nuevo, y los labios son otra vez carnosos y de un fuerte color rojo. Se agacha para alcanzar su bolso, colocado junto a la cama que ha quedado deshecha. Deja que sus párpados caigan y le dedica un pensamiento más.

     Y su cama se quedó desbaratada durante todo el día, hasta que volvió a llegar la noche. Porque las sábanas desordenadas tienen más encanto, porque todavía quedaban restos de su olor (y confianza en que volviera).

lunes, 10 de febrero de 2014

Baile de sombras.

     Suenan los Beatles de fondo, (la voz de Paul, en concreto), pero esta vez no les presta demasiada atención. Está ocupada mirando por la ventana y sumiéndose en sus más profundos pensamientos. Se imagina vendiendo un cuadro pintado por ella misma, en el que se reflejara la imagen que está contemplando. En su ilusión, la pintura está presentada en blanco y negro, salvo por una franja de color rosáceo que resalta las oscuras siluetas de ramas secas, agotadas por el invierno.

     Piensa en cómo será el paisaje tras pasar cincuenta años, y también si hace medio siglo eran las mismas tonalidades las que acompañaban el cielo que se encuentra mirando en ese instante. Aunque le gusta burlarse de todos esos colores, utilizando la gama de grises (y acercándose a los matices más oscuros).

     Vuelve a la realidad cuando percibe el cambio de canción. Los acordes lentos y apasionados le invitan a ponerse en pie. Baja la cortina, traslúcida, que convierte la vista que hay tras la ventana en una representación parecida al dibujo que tiene en mente, resaltando el brillo de la luz que poco a poco se acerca a los tonos que presenta el resto de su cuadro.

     Desde fuera, una mirada curiosa descubre (alzando la cabeza para que su sombrero se lo permita) una figura que se mueve al ritmo de una nueva melodía. Piano, esta vez. Ve, a través de siluetas ensombrecidas, cómo ella va desnudando su cuerpo; deja resbalar la cascada de cabello sobre el arco que forma su espalda. Sigue bailando, soñando con el futuro, alzando los brazos para llegar lejos, de puntillas, elevándose aún más.

     Él alza una ceja, deja entrever una media sonrisa, y desaparece tras un camino oscuro que minutos antes había estado coloreado. Y que volvería a estarlo cada día. (Incluso aquel en el que él acompañara a la chica de suaves curvas y movimientos electrizantes en su baile de sombras.)

viernes, 7 de febrero de 2014

Su olor envasado.

   Las campanillas que rozan con la puerta al abrirse han tintineado; el suelo de madera cruje al pisarlo, y una fuerte fragancia que es la mezcla de miles de aromas le envuelven, casi atravesando su cuerpo e impregnándole de todos los olores posibles. Alza la voz para preguntar por la persona encargada de la pequeña tienda que ha encontrado por casualidad, casi escondida en un callejón olvidado; pero enseguida siente que invade el lugar con sus palabras.

     Un hombre encorvado, cubierto de arrugas que parecen pintadas con el extremo del pincel más fino, se acerca al mostrador (un gran escritorio, también de madera, cubierto de frascos de todos los tamaños). El tiempo tiene un concepto diferente en este lugar, pues se cree que puede decidir cuánto durar, y en cualquier otro sitio, viene servido en bandeja y sin posibilidad de devolución. No sabe lo que ha tardado en llegar hasta aquel anciano, ni sabe la cantidad de momentos (si se pueden medir así) que ha empleado en admirar la obra de arte en la que está convertido el espacio que le rodea.

     Las estanterías, oscuras, como el suelo y el escritorio, cubren todas las paredes. Almacenan tarros de formas diversas, que a su vez enjaulan en su interior una infinita variedad de olores. Se acerca a fascinarse con toda la colección de botes, que comprenden una inmensidad de esencias atrapadas. "Violetas", "Lluvia", "Acuarelas"... Cada recipiente con su color y diseño adecuados.

     Gira la mirada hacia el propietario, y descubre, perpleja, que se encuentra a su lado. Ha tomado la delicada mano de ella entre las suyas arcaicas... y huele. La atrae más hacia él, y continúa inspirando su aroma a lo largo de su brazo, con los ojos cerrados. Se aparta y respira profundamente. «Tendré que hacer hueco, pero tengo tu sitio.» Su voz profunda es otro de los aspectos llamativos del peculiar personaje. La chica no entiende sus palabras, pero no le inspira desconfianza, así que le sigue cuando él le indica que se aproxime, con un gesto. De pronto, es rociada por un líquido transparente e inodoro, que toma un color rosa palo, límpido. La etiqueta del frasco expone su nombre, con una caligrafía negra excelente; es su propio perfume, su olor envasado.

    «Aquí podrá encontrar todos los olores que se encuentran en alguna parte de lo que usted llama mundo.» Todavía sorprendida, vuelve a los estantes, y se fija en los frascos que antes parecían escondidos: "Abrazos", "Francia", "Nostalgia". También ha encontrado una multitud de nombres propios, de contenido parecido al que el señor acaba de crear con su fragancia particular, pero con la de cada persona que se oculta tras esos apelativos desconocidos.

      «La felicidad, ¿cómo huele?»

      No obtuvo respuesta. Ni aquella, ni todas las siguientes veces que se adentró en esa peculiar estancia. Hasta que un día conoció a un muchacho en una cafetería de Madrid; su nombre correspondía con uno de los que había encontrado escritos en los botes de la singular tienda, en su primera visita. Y se dio cuenta de que los nombres que fue capaz de ver, se manifestaron a sus ojos porque realmente los necesitaba. Pudo ver solo las vasijas de cristal que estaban ausentes en ella, y por lo que ganaría al encontrar su contenido, las esencias que impregnarían su vida.

      (Y el olor de la felicidad lo encontraría al final, cuando todos los demás aromas desaparecidos se reunieran, cuando el perfume de cada uno de ellos ya hubiera sido gastado y tocara el fondo del recipiente.)