El deseo de no ser nadie aumentó con el tiempo, y cada vez le llamaba la atención a más gente. Hubo incluso una vez que una mujer con los ojos tan grandes que podría haberme caído en ellos me miró con curiosidad mientras esperábamos a que un semáforo indicara el paso en la zona de peatones. En el momento en el que cambió a verde, apoyó su mano en mi hombro y me ofreció sitio en el refugio de su paraguas (de un verde tan intenso que si aquella no hubiera sido una lluvia de verano habría deslumbrado entre los tonos apagados del invierno). Mi primera reacción fue apartarme y seguir andando con paso ligero hasta llegar a mi casa, pero sus enormes pupilas me atraparon. Me aseguró que una conocida le había hablado de mí, y que ella podría ayudarme. Le contesté: "Usted no entiende la poesía. Una pena, pues se puede ver claramente buceando en sus ojos negros." Dejó mi hombro en libertad y escapé. No volvimos a vernos.
Decidí hacer de mi metáfora una realidad, y busqué todos los tarros que pude. Botes de mermelada, botellas de vino, jarrones de cristal... Vacié de libros mi estantería, dejándolos apilados en el resto de la casa, y convertí esa pared en el comienzo de mi tan esperado fracaso. Fui reuniendo todo aquello que me había salido mal, y los recipientes se llenaron poco a poco de pedazos de papel con mis fallos impresos. Estaba a punto de terminar, ya casi seguro de mi victoria. Desplegué el último trozo de folio y escribí en él: "No buceé en los ojos negros de la mujer de la poesía escondida." (Y entonces no me cupo ninguna duda.)