lunes, 28 de julio de 2014

Un fracasado enfrascado.

     Si alguien te dice que su objetivo en la vida es ser un fracasado porque es una palabra con una fonética interesante, le tomarías por loco y darías media vuelta. Quizás ahora mismo lo niegues, porque si tienes tiempo de reflexionar la reacción desde fuera es distinto, pero te aseguro que eso sería exactamente lo que llegaría a pasar. Por lo menos, no he conocido todavía a nadie que no me haya mirado como si la cabeza no me funcionase correctamente. Alguno ha intentado entenderlo, preguntándome si conocía el verdadero dolor de vivir sin nada y sin nadie, rodeado de botes de cristal en los que se recopilan las piezas sobrantes de mis propósitos fallidos y mis amistades rotas. Yo tenía respuesta para eso: "Un fracasado enfrascado es todavía más bonito que un fracasado a secas." Entonces se repetía la primera situación.

     El deseo de no ser nadie aumentó con el tiempo, y cada vez le llamaba la atención a más gente. Hubo incluso una vez que una mujer con los ojos tan grandes que podría haberme caído en ellos me miró con curiosidad mientras esperábamos a que un semáforo indicara el paso en la zona de peatones. En el momento en el que cambió a verde, apoyó su mano en mi hombro y me ofreció sitio en el refugio de su paraguas (de un verde tan intenso que si aquella no hubiera sido una lluvia de verano habría deslumbrado entre los tonos apagados del invierno). Mi primera reacción fue apartarme y seguir andando con paso ligero hasta llegar a mi casa, pero sus enormes pupilas me atraparon. Me aseguró que una conocida le había hablado de mí, y que ella podría ayudarme. Le contesté: "Usted no entiende la poesía. Una pena, pues se puede ver claramente buceando en sus ojos negros." Dejó mi hombro en libertad y escapé. No volvimos a vernos.

     Decidí hacer de mi metáfora una realidad, y busqué todos los tarros que pude. Botes de mermelada, botellas de vino, jarrones de cristal... Vacié de libros mi estantería, dejándolos apilados en el resto de la casa, y convertí esa pared en el comienzo de mi tan esperado fracaso. Fui reuniendo todo aquello que me había salido mal, y los recipientes se llenaron poco a poco de pedazos de papel con mis fallos impresos. Estaba a punto de terminar, ya casi seguro de mi victoria. Desplegué el último trozo de folio y escribí en él: "No buceé en los ojos negros de la mujer de la poesía escondida." (Y entonces no me cupo ninguna duda.)

miércoles, 16 de julio de 2014

Con los pies descalzos y las uñas de negro.

     "Necesito escribir." Dijo, mientras una revoltosa maraña de pelo y unos labios más cortados que el café, dirigían su mirada hacia la pila de folios que había encima del microondas. Últimamente su cabeza no correspondía con la que llevaba sobre los hombros, y eso se debía a una dosis diaria de pensamientos suicidas que había empezado a consumir. Acarició una de las hojas, apartó la de arriba haciéndola rozar con la siguiente, y respiró ese sonido. A continuación escogió la segunda (porque nunca que quedaba con lo primero que llegaba, si ella no era una primera opción, no dejaría que ninguna otra cosa lo fuese). Lo único que encontró cerca fue un lapicero al que se le veía la mina por el lado equivocado (era el sustituto de sus uñas cuando las llevaba pintadas de negro) . Rebuscó entre los cubiertos y encontró su pluma favorita: aquella era una ocasión especial. Al girarse, dio con el codo a su taza, y el café inundó su lienzo. Qué importaba. Escribió despacio, midiendo las palabras y saboreando cada letra, con la intención de que quedaran exquisitas a la vista. Pero todas ellas empezaron a flotar sobre el café, y admirando entre ellas su belleza, y la delicadeza con la que habían sido creadas, se enamoraron y bailaron, dejando rastros de tinta por donde pasaban. Ella no se dio cuenta, solo veía aquella que acababa de salir de su puño, y pasaba a concentrarse a la siguiente, olvidándose de todas las anteriores. No terminó de desayunar.

     Forzaron la puerta principal. Entró en la casa: un ladrón de vidas, beneficiándose después no con joyas y piezas caras, sino con el detalle que pasaba desapercibido, el que hablara por sí mismo de aquel al que acababa de asesinar. Era su manera de conocer a las personas. No escuchó nada, era muy sigilosa, y acostumbraba a andar con los pies descalzos. La primera habitación por la que pasó fue la cocina. Estaba poco cuidada. Encontró una taza rota, y un río de café que se convertía en una cascada pobre al borde de la mesa. Siguió su camino en busca de la víctima. Llegó a una sala pequeña, con un fuerte olor dulzón, algo metálico, y mucho incienso. La chica, sentada en un sillón verde oscuro parecía dormida, y sostenía entre sus dedos delgados, con las uñas pintadas de negro (y mordidas, como último placer) un folio de aspecto antiguo. Lo cogió, y el papel crujió un poco. Echó un vistazo y acarició a la chica, apartando la misma revoltosa maraña de pelo de aquella mañana, llegando a rozar su cuello. Se detuvo y salió de aquel sitio dejando a la joven donde estaba. Al llegar a casa buscó una chincheta (y clavó en la pared su carta de suicidio).