El reloj marcaba un minuto para mi llegada al andén. Confió en ella misma y bajó el inmenso abismo de poco más de un metro que podía marcar un final decisivo. Instintivamente todas las personas que esperaban en la estación se abalanzaron hacia ella, pero nadie se atrevió a extender su mano, por si el tren decidía llegar en esos momentos y ésta les era arrebatada. La cara de ella no mostraba emoción alguna, no parecía oír los gritos de su alrededor. Si no fuera por la profunda mirada que me arrojó, habría pensado que ya carecía de vida. Empezó a avanzar hacia mí. "Uno, dos, tres", contó, mientras posaba sus zapatillas negras en las tablas de las vías, al compás. Cerró los ojos y siguió contando con los brazos extendidos, simulando que pisaba las teclas de un viejo piano de madera gastada. Nadie sabía qué hacer, y eso fue lo que hicieron: nada. Su pelo corto chocaba con las notas que salían de sus huellas polvorientas, se enganchaban en las palabras de horror de los espectadores.
No pude frenar a tiempo, pero sí llegué a atrapar la historia como si fuese mía. Mis pasajeros también lo habían visto, todos salieron por las puertas, golpeando la chapa y empujándose entre ellos. Descubrieron a la chica al otro lado de la vía, compartiendo un escalofrío en forma de sonrisa con todos nosotros. (Había vuelto a jugar con la muerte.)