Formaban un trío curioso: La mujer que estaba tras la mesa de madera, en un mercadillo poco frecuentado de Madrid, era mayor (muy mayor). Parecía poseer toda una colección de globos a su alrededor, que invitaban a los mechones sueltos de su despeinado cabello a reunirse con ellos. Tenía una mirada penetrante y tentadora, y al mismo tiempo que te invitaba a acercarte sigilosamente, provocaba en ti la sensación de que prevenir las distancias no sería una mala idea. Las manos que colocaban las coloridas joyas que vendía, junto a las fotos antiguas y una gran caja de piedras y conchas que yo misma podría haberme traído en el bolsillo de vuelta de vacaciones, eran grandes y delgadas. Era ahí donde se podía advertir de forma más clara la edad de la anciana. Los niños, o los adultos que siguen creyendo en la magia, habrían asociado su aspecto, indudablemente, al de una bruja. Y gritaba, vaya si gritaba. Su voz también llamaba la atención. La escuché cuando llegó a su puesto el segundo de los tres personajes:
Aquel sí que era un hombre peculiar. Alto, también entrado en edad. Parecía que todo el pelo que antes había pertenecido a la cabeza, había resbalado hasta colocarse bajo su nariz, luciendo una prominente barba blanca. Camuflaba su calvicie con un gorro de lana que parecía empapado, a pesar de que ese día ninguna nube había manchado el cielo. De su oreja izquierda colgaban dos plumas de color verde, que le llegaban hasta los hombros. La derecha no la vi. Estaba cubierto de amuletos. También sus manos me llamaron la atención. Ni un solo dedo quedaba desnudo, y cada uno de ellos portaba un gran anillo colorido, algunos de ellos con diferentes símbolos. Encontró una cadena que pagó con la mano que tenía libre. En la otra llevaba una gran bolsa blanca, y parecía no querer soltarla nunca. Cuando bajé la vista para intentar descubrir lo que había en su interior, me di cuenta de que sus delgadísimas piernas estaban cubiertas por unas mayas que reflejaban la luz del sol, repleta de lentejuelas. A su lado aparecieron otras piernas:
Pertenecían a la tercera persona. Estilizadas, marcadas por unas medias negras. Subidas a unos tacones del mismo color oscuro. Alcé la mirada. No parecía querer llamar la atención, pero lo hacía. Era una mujer con rasgos franceses, y como sacada de una banda de jazz, de las que tocan en los bares frecuentados por almas perdidas. Tenía los ojos grandes, pero no los abría del todo. En cuanto cruzó unas palabras con el hombre, afirmé mi teoría sobre su grave y ronca voz. Aunque no fue difícil adivinarlo, teniendo en cuenta que cuando llegó, pisó su colilla recién terminada, y enseguida sacó de su bolso otro cigarrillo. El humo que la envolvía parecía mezclarse con sus cabellos, e incluso con sus pestañas, las más largas que jamás había visto.
Ninguno de los tres se percató de mi presencia. (Ni siquiera su parte real.)