Con unas ojeras como columpios (donde el brillo de sus ojos se balanceaba) y con su olor aún constante, aunque ya no demasiado intenso, visualizó su imagen como el dibujo que no había llegado a realizar. Sabía que las minas de colores se enamorarían de él, y no querrían ser utilizadas para cualquier otra obra de arte (porque él realmente era arte). Incluso empezarían a necesitar más. El marrón buscaría encontrar pecas escondidas; el verde intentaría difuminarse de manera más visible en los trazos de sus ojos donde la luz se acomodaba; el color rojo se quejaría por la insuficiencia de las señales de mordiscos. Cada uno de los tonos sentiría la necesidad de mostrarse como protagonista, de abarcar el mayor espacio posible en el retrato para sentirse más querido. Y llegaría un momento en el que todo aquello se convertiría en una competición: los tintes empezarían a investigar la manera de conocer sus mayores secretos, porque odiarían formar parte de él mientras fuera un misterio. Le susurrarían al oído, se colarían entre sus rizos en busca de algún pensamiento cansado de estar atrapado. Lo descubrirían todo, y los bocetos más elaborados hablarían por sí mismos, confesando a todo ojo curioso no solo el aspecto externo del chico de la voz profunda, sino también su más acentuado interior. Todo a través de los colores, incapaces de guardar el más maravilloso de los secretos.
Entonces ella se dio cuenta de que no quería que todo el mundo supiera los enigmas del chico de mirada intensa, y decidió convertirse en todos los lapiceros de madera para ser la única que conociese sus misterios. (Pero no adoptó la conducta extrovertida de aquellos a los que imitaba. Por el contrario, abrió en su interior una nueva caja de madera con candado y guardó allí todo lo que fue aprendiendo de él.)
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