viernes, 31 de octubre de 2014

La Luna es poetisa.

     El día en el que media Luna se convirtió en poetisa. Y la esfera partida que poblaba el cielo oscurecido buscaba desesperada su mitad entre los habitantes de Madrid. Mientras que la amante de las palabras observaba el cielo, escribiendo una carta a su amor verdadero, sin creer en el destino, pensando que lo que nos rodean son casualidades, desconociendo que ella realmente era parte de la noche. Y durante las horas de oscuridad, se convirtió en musa de pintores que sentían perdida su inspiración, sin saber realmente que aquella chica que escribía con la vista alzada no era sino la misma protagonista de las más maravillosas obras de arte. E infelices se quedaban admirados ante el astro disfrazado, transformando su vida desgraciada en un instante de luz blanca. Imagina a la Luna personificada, cuán magnífica debía de presentarse, qué espléndidas palabras se transformarían desde su pluma, pensando en sí misma, en su propia mitad.

     Fue el día en el que las calles contaban historias de amor. Se oían palabras de predestinación. Se escuchaba el convencimiento de todos: si se quieren, es real, aunque acaben hundidos en su propia tristeza. Y un hombre en el tren abrazaba sus ideas, recopiladas en una carpeta azul, donde estaba ella de mil formas distintas. Su cuerpo a carboncillo, sus pensamientos en poesía, sus notas de afecto. Faltaba su voz. Y el hombre lloraba. Otra persona frente a él, compartiendo el mismo vagón, entendió su pena, y le acompañó en su llanto silencioso. Una lágrima cayó sobre la nota que algún desconocido había escrito para él (puede que la Luna poetisa).

     Fue la noche en la que los reencuentros eran besos en medio de la estación. Donde todos eran espectadores, y ellos solo se sentían el uno al otro, sin percatarse de las sonrisas tiernas que despertaban en los demás. Fue arte en los caminos, en las fuentes, entre las grietas escondidas, junto a los versos de Neruda. Y música esparcida por el suelo, desde donde se ven los andares de la gente con prisa, cuando el tiempo se para porque sabes que puedes vivirlo. Cuando el silencio se presenta, sin dejar huecos vacíos. Proyectos a medio terminar. Desde aquí se puede ver a dos personas sincerándose, acusándose a sí mismas de ser las mejores constructoras de muros translúcidos, a través de los cuales parece que se escapa cada parte de ellas, pero son casi indestructibles.

      Desordenadamente ordenado, con palabras enmascaradas.(Los sentimientos no se plasman para ser comprendidos.)

Etiquetados.

     Érase una vez una chica desastrosamente incapaz de armar su vida por sí misma. Pensaba que todo el mundo era una diminuta maravilla. Y no le resultaba difícil de ver, como si cada uno de nosotros llevásemos atada a la muñeca una etiqueta en la que estuviese escrito nuestro interior más bonito. Pero ella no tenía su rótulo. Lo había perdido. Por ese motivo se sentía invisible y desechable. De hecho, lo era.

     Érase una vez una persona maravillosa (o en proceso de). Tenía ocho años. Miraba a la gente a los ojos, porque ellos no le miraban a él, y así podía ver el reflejo de lo que éstos observaban. Recogía papeles de caramelos en el patio del colegio, y con ellos forró un pequeño cofre donde guardaba las sonrisas que iba recibiendo; llevaba dos.

     Caminaba por la calle y evitaba las miradas de los demás (o ellos esquivaban la suya). Sus ojos se centraban en las manos, y leía las inscripciones ajenas. Por la noche las guardaba en un cajón, y se recordaba a sí misma lo que no era. Todos sus espejos estaban colocados de cara a la pared. Cada uno de ellos llevaba inscrito "No merece la pena, ya lo sabes" por la parte trasera. Y nunca miraba al cielo: había olvidado que existía.

     El domingo era su día favorito, porque rimaba con "respingo", que sonaba muy divertido. Se lo había dicho a todo el mundo, incluso en varias ocasiones (y nadie parecía acordarse, aunque fuese la decimotercera vez que se lo repitiera), por eso le gustaba mencionarlo una y otra vez. Un día, antes de salir de casa, se subió a su taburete para peinarse, y se le ocurrió subir las comisuras por tercer día consecutivo, ¡la tercera sonrisa recibida! Él sí que tenía suerte. 

     Se tropezó y cayó sobre un charco. Estaba rodeada de gente. Les sirvió de alfombra. Ni se percataron de ello. Se acercó a un banco, empapada y dolorida, a atarse los cordones que le habían traicionado. A su lado había una mano muy pequeña: "Inocencia, optimismo en su estado más puro".

     Ese día había decidido irse a un banco a dejarse regar por la lluvia, con la esperanza de crecer tanto como los señores a los que veía por la calle. Una chica se sentó a su lado. Miraba su mano, lo vio reflejado en sus ojos.

     La etiqueta del pequeño rozó su hombro. Le había visto.

     -El pelo mojado te queda realmente bien- dijo sonriendo mucho, como había ensayado esa misma mañana.

     Se quedó paralizada. Nadie parecía haberla mirado de verdad, en toda su vida. Imitó el gesto del niño.

     -¡La cuarta sonrisa, la cuarta sonrisa!
Le habló de su caja forrada con envoltorios de caramelo. Le enumeró sus cosas favoritas. Le explicó cómo veía el mundo a través de los ojos de los demás.

     También esquivaban su mirada, pero para él no era algo malo. Su cofre de sonrisas no contenía ninguna diferente a la suya propia (exceptuando la que ella acababa de regalarle). Nadie le escuchaba, no se percataban de su presencia. Y aún así, era la persona más feliz del mundo.

     Se quitó su etiqueta. La ató a la muñeca de la que chica que estaba sentada a su lado. Se fue. 

     Años más tarde, encontraron un cofre con cuatro sonrisas en su interior. Un cajón se quedó abierto, lleno de inscripciones ilegibles, con la tinta corrida por las lágrimas de la chica que una vez no pudo encontrarse entre aquellos adjetivos. Él dejó de acumular sonrisas, cuando se dio cuenta de que habría demasiadas. Ella no cerró el baúl, para que todo lo que una vez lloró, se evaporara impregnado de pequeñas maravillas, y acabaran lloviendo sobre ella.