Érase una vez una chica desastrosamente incapaz de armar su vida por sí misma. Pensaba que todo el mundo era una diminuta maravilla. Y no le resultaba difícil de ver, como si cada uno de nosotros llevásemos atada a la muñeca una etiqueta en la que estuviese escrito nuestro interior más bonito. Pero ella no tenía su rótulo. Lo había perdido. Por ese motivo se sentía invisible y desechable. De hecho, lo era.
Érase una vez una persona maravillosa (o en proceso de). Tenía ocho años. Miraba a la gente a los ojos, porque ellos no le miraban a él, y así podía ver el reflejo de lo que éstos observaban. Recogía papeles de caramelos en el patio del colegio, y con ellos forró un pequeño cofre donde guardaba las sonrisas que iba recibiendo; llevaba dos.
Caminaba por la calle y evitaba las miradas de los demás (o ellos esquivaban la suya). Sus ojos se centraban en las manos, y leía las inscripciones ajenas. Por la noche las guardaba en un cajón, y se recordaba a sí misma lo que no era. Todos sus espejos estaban colocados de cara a la pared. Cada uno de ellos llevaba inscrito "No merece la pena, ya lo sabes" por la parte trasera. Y nunca miraba al cielo: había olvidado que existía.
El domingo era su día favorito, porque rimaba con "respingo", que sonaba muy divertido. Se lo había dicho a todo el mundo, incluso en varias ocasiones (y nadie parecía acordarse, aunque fuese la decimotercera vez que se lo repitiera), por eso le gustaba mencionarlo una y otra vez. Un día, antes de salir de casa, se subió a su taburete para peinarse, y se le ocurrió subir las comisuras por tercer día consecutivo, ¡la tercera sonrisa recibida! Él sí que tenía suerte.
Se tropezó y cayó sobre un charco. Estaba rodeada de gente. Les sirvió de alfombra. Ni se percataron de ello. Se acercó a un banco, empapada y dolorida, a atarse los cordones que le habían traicionado. A su lado había una mano muy pequeña: "Inocencia, optimismo en su estado más puro".
Ese día había decidido irse a un banco a dejarse regar por la lluvia, con la esperanza de crecer tanto como los señores a los que veía por la calle. Una chica se sentó a su lado. Miraba su mano, lo vio reflejado en sus ojos.
La etiqueta del pequeño rozó su hombro. Le había visto.
-El pelo mojado te queda realmente bien- dijo sonriendo mucho, como había ensayado esa misma mañana.
Se quedó paralizada. Nadie parecía haberla mirado de verdad, en toda su vida. Imitó el gesto del niño.
-¡La cuarta sonrisa, la cuarta sonrisa!
Le habló de su caja forrada con envoltorios de caramelo. Le enumeró sus cosas favoritas. Le explicó cómo veía el mundo a través de los ojos de los demás.
También esquivaban su mirada, pero para él no era algo malo. Su cofre de sonrisas no contenía ninguna diferente a la suya propia (exceptuando la que ella acababa de regalarle). Nadie le escuchaba, no se percataban de su presencia. Y aún así, era la persona más feliz del mundo.
Se quitó su etiqueta. La ató a la muñeca de la que chica que estaba sentada a su lado. Se fue.
Años más tarde, encontraron un cofre con cuatro sonrisas en su interior. Un cajón se quedó abierto, lleno de inscripciones ilegibles, con la tinta corrida por las lágrimas de la chica que una vez no pudo encontrarse entre aquellos adjetivos. Él dejó de acumular sonrisas, cuando se dio cuenta de que habría demasiadas. Ella no cerró el baúl, para que todo lo que una vez lloró, se evaporara impregnado de pequeñas maravillas, y acabaran lloviendo sobre ella.
Sam, escribes tan pero tan bien.
ResponderEliminarDe verdad que esta entrada me ha llegado, y casi me pongo a llorar leyéndola, aunque bueno, ya sabes que yo lloro con todo (pero esto no es, desde luego, cualquier cosa.)
Es una historia realmente preciosa, tanto como tú.
Te quiero mucho.
Albita.
¡Mi Albita! Muchísimas gracias. No estaba muy convencida cuando lo estaba escribiendo, pero solo de leer que te ha gustado, ya ha merecido la pena.
EliminarTe quiero y te requiero.
Nunca me cansaré de leerte, es increíble poder deleitarse con estas historias.
ResponderEliminarGracias por hacerme soñar con cada una de tus entradas.