domingo, 5 de julio de 2015

Música oprimida.

     El ritmo se veía inyectado en mis venas cuando una de las luces intermitentes entre la oscuridad del lugar iluminaba mi cuerpo. Mi frente brillaba, y me reía al verle a él segundo a segundo de color cambiante. El rojo le favorecía. Entonces, me sentí envuelta en una burbuja. El ruido era eco. Rodeábamos a un grupo de chicos y chicas vestidos de negro, corriendo en círculos, pegando gritos, e intentando oprimir toda la música que pudieran en los pocos espacios vacíos que dejaban entre los miles de brazos de cada uno. Alcé la voz para hablarle, y todo volvió a su volumen e imagen real. Salté hasta dejarme los pies planos, sintiendo que mi sonrisa era tan grande que cualquiera habría podido engancharla sin dificultad y llevársela a rastras, pero solo él la vio, e imitó mi gesto. Algunos chicos nos vieron (casi con prismáticos de lo lejos que parecía que estábamos de todo el mundo, aún estando aprisionados en la misma sala), hablaron con nosotros un segundo, siempre con los pulgares hacia arriba, y volvían a marcharse. Me gustaba. 

     Tres parejas nos rodeaban, y nosotros jugábamos a adivinar si se acababan de conocer, o venían de la mano de casa. Suponer a primera vista es mucho suponer, pero nosotros sabemos que existen los besos que empiezan a hornearse y los que ya son pastel. Fue divertido. El volumen de la música les impedía oír nuestras fuertes carcajadas; y si no lo impidieron, pues qué más da. 

     Turnamos los saltos con las risas, mirar y mirarnos, bailar y escuchar. Se tumbó en un sillón y yo a su lado, mirando al techo insonorizado. ¿Sabes esos momentos en las que te das cuenta de que eres feliz, y sientes que algo te va a explotar por dentro, y no sabes cómo sacarlo? Es posible que todo hubiera explotado ya.

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