¿Cómo se explica la magia? Mi hermano nunca ha sido un chico de muchas palabras. Se expresa con los colores, con los pinceles. Transmite todo lo que siente pasando antes por sus dedos. Me gustaría poder meterme en su cabeza, y ver todo lo que hay escondido en ese cofre cerrado con candado. Sobre todo ahora...
Me duele todo. No lo entiendo. Oigo cómo la gente pasa a mi alrededor. Oigo conversaciones. Pero no consigo ver nada. Intento abrir los ojos todo lo que puedo; acerco mis manos a la cara y coloco mis dedos de tal forma que me obligo a mantenerlos abiertos. Nada. Grito el nombre de mi hermana. Alguien se acerca rápidamente.
El accidente ha acabado con mi visión. Después de varias horas he comprendido que no volveré a ver, no podré dibujar, nunca estaré delante de una exposición que lleve mi firma, como siempre había soñado. ¿Y si los colores se me acaban olvidando, como un idioma cuando lleva mucho tiempo abandonado?
Es mi segundo día en casa. No quiero salir. Tengo miedo. Cuando éramos más pequeños, mi hermana y yo jugábamos a guiarnos el uno al otro con los ojos tapados. Y en cuanto nos sentíamos en peligro, separábamos disimuladamente los dedos para poder vislumbrar el camino y volver a estar seguros. Ahora mi peligro no se ahuyenta como en un juego de niños. Siento cómo una lágrima resbala por mis mejillas y... cae dejando una huella azul en mi ahora inmensa oscuridad. Mi corazón ha empezado a ir más rápido. Extiendo la mano, e intento tocar la mancha que ha aparecido como por arte de magia. La extiendo. Puedo hacer que tome la forma que yo quiera. Algo dentro de mí sonríe.
Estoy intentando recordar todos los colores que pueda. Mi vista cegada se ha convertido en un gran lienzo negro. Todavía no se lo he dicho a nadie. Sé que no es solo mi imaginación. Los diferentes tonos están ahí, y puedo utilizarlos como yo quiera.
Nadie podría creerme, excepto ella. Hoy he terminado mi primer cuadro. He dibujado la playa a la que solíamos ir. Me ha parecido que lo más sencillo sería empezar por algo conocido. Mi hermana al principio se ha mantenido distante, después ha procurado ilusionarse y alegrarse por mí, porque cree que así estoy más contento; pero tras un rato de explicárselo todo despacio, ha ido entendiendo que realmente pinto en mi visión negra.
Me ha repetido tantas veces que le gustaría poder ver mis lienzos... ojalá pudiera enseñárselos. Ya tengo suficientes como para exponerlos en una sala pequeña. Mi favorito es uno en el que está dibujada ella. No quería olvidarla.
Esta noche he soñado con mi deseada exposición. Todos mis cuadros estaban colgados en una pared de ladrillo, espectaculares. Y todos, con un fondo negro inconfundible. Ella estaba allí. Los vio conmigo. Se acercó al suyo, me miró, y sonrió. Echaba de menos poder ver ese gesto. No quería que se acabara... Su mano apretó la mía. Sentí cómo volvía a la oscuridad. Estaba despierto.
Se acercó despacio y me susurró al oído: "gracias". Yo sabía que estaba sonriendo.
El Cuaderno de las tapas Rojas
miércoles, 8 de julio de 2015
domingo, 5 de julio de 2015
Música oprimida.
El ritmo se veía inyectado en mis venas cuando una de las luces intermitentes entre la oscuridad del lugar iluminaba mi cuerpo. Mi frente brillaba, y me reía al verle a él segundo a segundo de color cambiante. El rojo le favorecía. Entonces, me sentí envuelta en una burbuja. El ruido era eco. Rodeábamos a un grupo de chicos y chicas vestidos de negro, corriendo en círculos, pegando gritos, e intentando oprimir toda la música que pudieran en los pocos espacios vacíos que dejaban entre los miles de brazos de cada uno. Alcé la voz para hablarle, y todo volvió a su volumen e imagen real. Salté hasta dejarme los pies planos, sintiendo que mi sonrisa era tan grande que cualquiera habría podido engancharla sin dificultad y llevársela a rastras, pero solo él la vio, e imitó mi gesto. Algunos chicos nos vieron (casi con prismáticos de lo lejos que parecía que estábamos de todo el mundo, aún estando aprisionados en la misma sala), hablaron con nosotros un segundo, siempre con los pulgares hacia arriba, y volvían a marcharse. Me gustaba.
Tres parejas nos rodeaban, y nosotros jugábamos a adivinar si se acababan de conocer, o venían de la mano de casa. Suponer a primera vista es mucho suponer, pero nosotros sabemos que existen los besos que empiezan a hornearse y los que ya son pastel. Fue divertido. El volumen de la música les impedía oír nuestras fuertes carcajadas; y si no lo impidieron, pues qué más da.
Turnamos los saltos con las risas, mirar y mirarnos, bailar y escuchar. Se tumbó en un sillón y yo a su lado, mirando al techo insonorizado. ¿Sabes esos momentos en las que te das cuenta de que eres feliz, y sientes que algo te va a explotar por dentro, y no sabes cómo sacarlo? Es posible que todo hubiera explotado ya.
viernes, 27 de marzo de 2015
Bailar con el fuego.
Quiere formar parte del Fuego con toda su alma. Siempre le han gustado sus colores cálidos, su risa contagiosa, su facilidad de acogida. Observa desde lejos el aroma de sus cenizas. Quiere acompasarse con sus llamas, bailar siguiendo sus movimientos hipnotizantes. Quiere pasar noches ardientes. Quiere despertarse por las mañanas, y que su calidez no deje que sus pies pasen frío. Sueña con volar junto a él, y que de sus besos salten chispas en forma de estrellas, no tan artificiales como los demás se imaginan. Quiere escuchar todas las historias que se puedan inventar, siendo hogar el uno para el otro. No le importaría morir ahogada en su respiración. Quiere presenciar las hogueras de campamento, ser los dos el centro de la fiesta, ser juntos el mayor pilar. Mira y sabe que no hay más luz en otras miradas. Siente que no hay más calor en las caricias de otras manos.
Su primer beso acabó con la vida de los dos. Pero fue en ese último momento cuando el Mar brilló con más intensidad que nunca.
Su primer beso acabó con la vida de los dos. Pero fue en ese último momento cuando el Mar brilló con más intensidad que nunca.
lunes, 29 de diciembre de 2014
Un encuentro peculiar.
Formaban un trío curioso: La mujer que estaba tras la mesa de madera, en un mercadillo poco frecuentado de Madrid, era mayor (muy mayor). Parecía poseer toda una colección de globos a su alrededor, que invitaban a los mechones sueltos de su despeinado cabello a reunirse con ellos. Tenía una mirada penetrante y tentadora, y al mismo tiempo que te invitaba a acercarte sigilosamente, provocaba en ti la sensación de que prevenir las distancias no sería una mala idea. Las manos que colocaban las coloridas joyas que vendía, junto a las fotos antiguas y una gran caja de piedras y conchas que yo misma podría haberme traído en el bolsillo de vuelta de vacaciones, eran grandes y delgadas. Era ahí donde se podía advertir de forma más clara la edad de la anciana. Los niños, o los adultos que siguen creyendo en la magia, habrían asociado su aspecto, indudablemente, al de una bruja. Y gritaba, vaya si gritaba. Su voz también llamaba la atención. La escuché cuando llegó a su puesto el segundo de los tres personajes:
Aquel sí que era un hombre peculiar. Alto, también entrado en edad. Parecía que todo el pelo que antes había pertenecido a la cabeza, había resbalado hasta colocarse bajo su nariz, luciendo una prominente barba blanca. Camuflaba su calvicie con un gorro de lana que parecía empapado, a pesar de que ese día ninguna nube había manchado el cielo. De su oreja izquierda colgaban dos plumas de color verde, que le llegaban hasta los hombros. La derecha no la vi. Estaba cubierto de amuletos. También sus manos me llamaron la atención. Ni un solo dedo quedaba desnudo, y cada uno de ellos portaba un gran anillo colorido, algunos de ellos con diferentes símbolos. Encontró una cadena que pagó con la mano que tenía libre. En la otra llevaba una gran bolsa blanca, y parecía no querer soltarla nunca. Cuando bajé la vista para intentar descubrir lo que había en su interior, me di cuenta de que sus delgadísimas piernas estaban cubiertas por unas mayas que reflejaban la luz del sol, repleta de lentejuelas. A su lado aparecieron otras piernas:
Pertenecían a la tercera persona. Estilizadas, marcadas por unas medias negras. Subidas a unos tacones del mismo color oscuro. Alcé la mirada. No parecía querer llamar la atención, pero lo hacía. Era una mujer con rasgos franceses, y como sacada de una banda de jazz, de las que tocan en los bares frecuentados por almas perdidas. Tenía los ojos grandes, pero no los abría del todo. En cuanto cruzó unas palabras con el hombre, afirmé mi teoría sobre su grave y ronca voz. Aunque no fue difícil adivinarlo, teniendo en cuenta que cuando llegó, pisó su colilla recién terminada, y enseguida sacó de su bolso otro cigarrillo. El humo que la envolvía parecía mezclarse con sus cabellos, e incluso con sus pestañas, las más largas que jamás había visto.
Ninguno de los tres se percató de mi presencia. (Ni siquiera su parte real.)
Aquel sí que era un hombre peculiar. Alto, también entrado en edad. Parecía que todo el pelo que antes había pertenecido a la cabeza, había resbalado hasta colocarse bajo su nariz, luciendo una prominente barba blanca. Camuflaba su calvicie con un gorro de lana que parecía empapado, a pesar de que ese día ninguna nube había manchado el cielo. De su oreja izquierda colgaban dos plumas de color verde, que le llegaban hasta los hombros. La derecha no la vi. Estaba cubierto de amuletos. También sus manos me llamaron la atención. Ni un solo dedo quedaba desnudo, y cada uno de ellos portaba un gran anillo colorido, algunos de ellos con diferentes símbolos. Encontró una cadena que pagó con la mano que tenía libre. En la otra llevaba una gran bolsa blanca, y parecía no querer soltarla nunca. Cuando bajé la vista para intentar descubrir lo que había en su interior, me di cuenta de que sus delgadísimas piernas estaban cubiertas por unas mayas que reflejaban la luz del sol, repleta de lentejuelas. A su lado aparecieron otras piernas:
Pertenecían a la tercera persona. Estilizadas, marcadas por unas medias negras. Subidas a unos tacones del mismo color oscuro. Alcé la mirada. No parecía querer llamar la atención, pero lo hacía. Era una mujer con rasgos franceses, y como sacada de una banda de jazz, de las que tocan en los bares frecuentados por almas perdidas. Tenía los ojos grandes, pero no los abría del todo. En cuanto cruzó unas palabras con el hombre, afirmé mi teoría sobre su grave y ronca voz. Aunque no fue difícil adivinarlo, teniendo en cuenta que cuando llegó, pisó su colilla recién terminada, y enseguida sacó de su bolso otro cigarrillo. El humo que la envolvía parecía mezclarse con sus cabellos, e incluso con sus pestañas, las más largas que jamás había visto.
Ninguno de los tres se percató de mi presencia. (Ni siquiera su parte real.)
viernes, 31 de octubre de 2014
La Luna es poetisa.
El día en el que media Luna se convirtió en poetisa. Y la esfera partida que poblaba el cielo oscurecido buscaba desesperada su mitad entre los habitantes de Madrid. Mientras que la amante de las palabras observaba el cielo, escribiendo una carta a su amor verdadero, sin creer en el destino, pensando que lo que nos rodean son casualidades, desconociendo que ella realmente era parte de la noche. Y durante las horas de oscuridad, se convirtió en musa de pintores que sentían perdida su inspiración, sin saber realmente que aquella chica que escribía con la vista alzada no era sino la misma protagonista de las más maravillosas obras de arte. E infelices se quedaban admirados ante el astro disfrazado, transformando su vida desgraciada en un instante de luz blanca. Imagina a la Luna personificada, cuán magnífica debía de presentarse, qué espléndidas palabras se transformarían desde su pluma, pensando en sí misma, en su propia mitad.
Fue el día en el que las calles contaban historias de amor. Se oían palabras de predestinación. Se escuchaba el convencimiento de todos: si se quieren, es real, aunque acaben hundidos en su propia tristeza. Y un hombre en el tren abrazaba sus ideas, recopiladas en una carpeta azul, donde estaba ella de mil formas distintas. Su cuerpo a carboncillo, sus pensamientos en poesía, sus notas de afecto. Faltaba su voz. Y el hombre lloraba. Otra persona frente a él, compartiendo el mismo vagón, entendió su pena, y le acompañó en su llanto silencioso. Una lágrima cayó sobre la nota que algún desconocido había escrito para él (puede que la Luna poetisa).
Fue la noche en la que los reencuentros eran besos en medio de la estación. Donde todos eran espectadores, y ellos solo se sentían el uno al otro, sin percatarse de las sonrisas tiernas que despertaban en los demás. Fue arte en los caminos, en las fuentes, entre las grietas escondidas, junto a los versos de Neruda. Y música esparcida por el suelo, desde donde se ven los andares de la gente con prisa, cuando el tiempo se para porque sabes que puedes vivirlo. Cuando el silencio se presenta, sin dejar huecos vacíos. Proyectos a medio terminar. Desde aquí se puede ver a dos personas sincerándose, acusándose a sí mismas de ser las mejores constructoras de muros translúcidos, a través de los cuales parece que se escapa cada parte de ellas, pero son casi indestructibles.
Desordenadamente ordenado, con palabras enmascaradas.(Los sentimientos no se plasman para ser comprendidos.)
Fue el día en el que las calles contaban historias de amor. Se oían palabras de predestinación. Se escuchaba el convencimiento de todos: si se quieren, es real, aunque acaben hundidos en su propia tristeza. Y un hombre en el tren abrazaba sus ideas, recopiladas en una carpeta azul, donde estaba ella de mil formas distintas. Su cuerpo a carboncillo, sus pensamientos en poesía, sus notas de afecto. Faltaba su voz. Y el hombre lloraba. Otra persona frente a él, compartiendo el mismo vagón, entendió su pena, y le acompañó en su llanto silencioso. Una lágrima cayó sobre la nota que algún desconocido había escrito para él (puede que la Luna poetisa).
Fue la noche en la que los reencuentros eran besos en medio de la estación. Donde todos eran espectadores, y ellos solo se sentían el uno al otro, sin percatarse de las sonrisas tiernas que despertaban en los demás. Fue arte en los caminos, en las fuentes, entre las grietas escondidas, junto a los versos de Neruda. Y música esparcida por el suelo, desde donde se ven los andares de la gente con prisa, cuando el tiempo se para porque sabes que puedes vivirlo. Cuando el silencio se presenta, sin dejar huecos vacíos. Proyectos a medio terminar. Desde aquí se puede ver a dos personas sincerándose, acusándose a sí mismas de ser las mejores constructoras de muros translúcidos, a través de los cuales parece que se escapa cada parte de ellas, pero son casi indestructibles.
Desordenadamente ordenado, con palabras enmascaradas.(Los sentimientos no se plasman para ser comprendidos.)
Etiquetados.
Érase una vez una chica desastrosamente incapaz de armar su vida por sí misma. Pensaba que todo el mundo era una diminuta maravilla. Y no le resultaba difícil de ver, como si cada uno de nosotros llevásemos atada a la muñeca una etiqueta en la que estuviese escrito nuestro interior más bonito. Pero ella no tenía su rótulo. Lo había perdido. Por ese motivo se sentía invisible y desechable. De hecho, lo era.
Érase una vez una persona maravillosa (o en proceso de). Tenía ocho años. Miraba a la gente a los ojos, porque ellos no le miraban a él, y así podía ver el reflejo de lo que éstos observaban. Recogía papeles de caramelos en el patio del colegio, y con ellos forró un pequeño cofre donde guardaba las sonrisas que iba recibiendo; llevaba dos.
Caminaba por la calle y evitaba las miradas de los demás (o ellos esquivaban la suya). Sus ojos se centraban en las manos, y leía las inscripciones ajenas. Por la noche las guardaba en un cajón, y se recordaba a sí misma lo que no era. Todos sus espejos estaban colocados de cara a la pared. Cada uno de ellos llevaba inscrito "No merece la pena, ya lo sabes" por la parte trasera. Y nunca miraba al cielo: había olvidado que existía.
El domingo era su día favorito, porque rimaba con "respingo", que sonaba muy divertido. Se lo había dicho a todo el mundo, incluso en varias ocasiones (y nadie parecía acordarse, aunque fuese la decimotercera vez que se lo repitiera), por eso le gustaba mencionarlo una y otra vez. Un día, antes de salir de casa, se subió a su taburete para peinarse, y se le ocurrió subir las comisuras por tercer día consecutivo, ¡la tercera sonrisa recibida! Él sí que tenía suerte.
Se tropezó y cayó sobre un charco. Estaba rodeada de gente. Les sirvió de alfombra. Ni se percataron de ello. Se acercó a un banco, empapada y dolorida, a atarse los cordones que le habían traicionado. A su lado había una mano muy pequeña: "Inocencia, optimismo en su estado más puro".
Ese día había decidido irse a un banco a dejarse regar por la lluvia, con la esperanza de crecer tanto como los señores a los que veía por la calle. Una chica se sentó a su lado. Miraba su mano, lo vio reflejado en sus ojos.
La etiqueta del pequeño rozó su hombro. Le había visto.
-El pelo mojado te queda realmente bien- dijo sonriendo mucho, como había ensayado esa misma mañana.
Se quedó paralizada. Nadie parecía haberla mirado de verdad, en toda su vida. Imitó el gesto del niño.
-¡La cuarta sonrisa, la cuarta sonrisa!
Le habló de su caja forrada con envoltorios de caramelo. Le enumeró sus cosas favoritas. Le explicó cómo veía el mundo a través de los ojos de los demás.
También esquivaban su mirada, pero para él no era algo malo. Su cofre de sonrisas no contenía ninguna diferente a la suya propia (exceptuando la que ella acababa de regalarle). Nadie le escuchaba, no se percataban de su presencia. Y aún así, era la persona más feliz del mundo.
Se quitó su etiqueta. La ató a la muñeca de la que chica que estaba sentada a su lado. Se fue.
Años más tarde, encontraron un cofre con cuatro sonrisas en su interior. Un cajón se quedó abierto, lleno de inscripciones ilegibles, con la tinta corrida por las lágrimas de la chica que una vez no pudo encontrarse entre aquellos adjetivos. Él dejó de acumular sonrisas, cuando se dio cuenta de que habría demasiadas. Ella no cerró el baúl, para que todo lo que una vez lloró, se evaporara impregnado de pequeñas maravillas, y acabaran lloviendo sobre ella.
Érase una vez una persona maravillosa (o en proceso de). Tenía ocho años. Miraba a la gente a los ojos, porque ellos no le miraban a él, y así podía ver el reflejo de lo que éstos observaban. Recogía papeles de caramelos en el patio del colegio, y con ellos forró un pequeño cofre donde guardaba las sonrisas que iba recibiendo; llevaba dos.
Caminaba por la calle y evitaba las miradas de los demás (o ellos esquivaban la suya). Sus ojos se centraban en las manos, y leía las inscripciones ajenas. Por la noche las guardaba en un cajón, y se recordaba a sí misma lo que no era. Todos sus espejos estaban colocados de cara a la pared. Cada uno de ellos llevaba inscrito "No merece la pena, ya lo sabes" por la parte trasera. Y nunca miraba al cielo: había olvidado que existía.
El domingo era su día favorito, porque rimaba con "respingo", que sonaba muy divertido. Se lo había dicho a todo el mundo, incluso en varias ocasiones (y nadie parecía acordarse, aunque fuese la decimotercera vez que se lo repitiera), por eso le gustaba mencionarlo una y otra vez. Un día, antes de salir de casa, se subió a su taburete para peinarse, y se le ocurrió subir las comisuras por tercer día consecutivo, ¡la tercera sonrisa recibida! Él sí que tenía suerte.
Se tropezó y cayó sobre un charco. Estaba rodeada de gente. Les sirvió de alfombra. Ni se percataron de ello. Se acercó a un banco, empapada y dolorida, a atarse los cordones que le habían traicionado. A su lado había una mano muy pequeña: "Inocencia, optimismo en su estado más puro".
Ese día había decidido irse a un banco a dejarse regar por la lluvia, con la esperanza de crecer tanto como los señores a los que veía por la calle. Una chica se sentó a su lado. Miraba su mano, lo vio reflejado en sus ojos.
La etiqueta del pequeño rozó su hombro. Le había visto.
-El pelo mojado te queda realmente bien- dijo sonriendo mucho, como había ensayado esa misma mañana.
Se quedó paralizada. Nadie parecía haberla mirado de verdad, en toda su vida. Imitó el gesto del niño.
-¡La cuarta sonrisa, la cuarta sonrisa!
Le habló de su caja forrada con envoltorios de caramelo. Le enumeró sus cosas favoritas. Le explicó cómo veía el mundo a través de los ojos de los demás.
También esquivaban su mirada, pero para él no era algo malo. Su cofre de sonrisas no contenía ninguna diferente a la suya propia (exceptuando la que ella acababa de regalarle). Nadie le escuchaba, no se percataban de su presencia. Y aún así, era la persona más feliz del mundo.
Se quitó su etiqueta. La ató a la muñeca de la que chica que estaba sentada a su lado. Se fue.
Años más tarde, encontraron un cofre con cuatro sonrisas en su interior. Un cajón se quedó abierto, lleno de inscripciones ilegibles, con la tinta corrida por las lágrimas de la chica que una vez no pudo encontrarse entre aquellos adjetivos. Él dejó de acumular sonrisas, cuando se dio cuenta de que habría demasiadas. Ella no cerró el baúl, para que todo lo que una vez lloró, se evaporara impregnado de pequeñas maravillas, y acabaran lloviendo sobre ella.
domingo, 21 de septiembre de 2014
Un escalofrío en forma de sonrisa.
El reloj marcaba un minuto para mi llegada al andén. Confió en ella misma y bajó el inmenso abismo de poco más de un metro que podía marcar un final decisivo. Instintivamente todas las personas que esperaban en la estación se abalanzaron hacia ella, pero nadie se atrevió a extender su mano, por si el tren decidía llegar en esos momentos y ésta les era arrebatada. La cara de ella no mostraba emoción alguna, no parecía oír los gritos de su alrededor. Si no fuera por la profunda mirada que me arrojó, habría pensado que ya carecía de vida. Empezó a avanzar hacia mí. "Uno, dos, tres", contó, mientras posaba sus zapatillas negras en las tablas de las vías, al compás. Cerró los ojos y siguió contando con los brazos extendidos, simulando que pisaba las teclas de un viejo piano de madera gastada. Nadie sabía qué hacer, y eso fue lo que hicieron: nada. Su pelo corto chocaba con las notas que salían de sus huellas polvorientas, se enganchaban en las palabras de horror de los espectadores.
No pude frenar a tiempo, pero sí llegué a atrapar la historia como si fuese mía. Mis pasajeros también lo habían visto, todos salieron por las puertas, golpeando la chapa y empujándose entre ellos. Descubrieron a la chica al otro lado de la vía, compartiendo un escalofrío en forma de sonrisa con todos nosotros. (Había vuelto a jugar con la muerte.)
No pude frenar a tiempo, pero sí llegué a atrapar la historia como si fuese mía. Mis pasajeros también lo habían visto, todos salieron por las puertas, golpeando la chapa y empujándose entre ellos. Descubrieron a la chica al otro lado de la vía, compartiendo un escalofrío en forma de sonrisa con todos nosotros. (Había vuelto a jugar con la muerte.)
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