domingo, 9 de marzo de 2014

Pétalos olvidados.

     Como un café cubierto de pedazos de hojas secas que han ido tropezando con el viento, y aterrizando en la taza olvidada hace ya varias semanas. El libro que le acompaña, sobre la áspera mesa de madera astillada, tiene en su interior, olvidados, unos cuantos pétalos de amapolas secas. Éstos quedaron sueltos hace un par de días a manos de unos pequeños traviesos que jugaban a casarse y ser mayores. Tomaron prestadas algunas de las rojas flores que adornan el amplio campo, el que está cerca de su casa. Con ellas hicieron una hermosa corona, atando los tallos.

     La niña más alta, la que tenía el pelo rubio ceniciento y unas sobresalientes orejas (que marcaban su parentesco con el chiquillo que más gritaba), iba a ser la afortunada de contraer matrimonio con el chico más guapo de todas las casas de los alrededores. Habían estado preparando esa boda desde hacía tres días (mucho tiempo, para personas que todavía se pierden cuando tienen que contar hasta diez). Todas las niñas que solían jugar juntas a la comba estaban entusiasmadas, y ya estaban discutiendo sobre el nombre que tendría el futuro bebé. Los niños vistieron a su amigo con viejas telas que encontraron por las diferentes casas, y después le cubrieron con toda la imaginación que pudieron reunir. Estaba radiante.

     En alguna parte del mundo, seguro que alguien habría tenido un mal día. Pero no fue el caso de todos ellos. Fue la tarde de las tiaras de flores, de la creatividad convertida en el más maravilloso de los trajes, de la brisa acompañada de pizcas de plantas coloreadas de tonos carmesí, perdidas en el café, (para endulzar su amargura).

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