lunes, 7 de abril de 2014

Andares descalzos.

     Se oyó el chasquido de un hombre negro en un asiento cercano, durante su trayecto a ninguna parte. Las ojeras desgastadas y los nudillos rugosos dejaban entrever el arrastre de fracasos que llevaba encima. Las arrugas de su rostro parecían esculpidas por un artista aficionado, poniendo especial cuidado en la que podría llegar a ser su primera gran obra que mereciera ser contemplada. Desde lejos se distinguían las cataratas de su ojos que aún dejaban ver un pequeño rastro de color vidrioso (aunque bien podía haber sido la acumulación de lágrimas durante los años). Las manos; escondidas tras los callos de sus yemas, consecuencia del amor incondicional hacia su guitarra, que se situaba tímida a su lado. Era un hombre que llevaba el ritmo en la sangre, y le llegaba hasta los pies, rigurosamente colocados bajo sus piernas cansadas. (Cansadas de recorrer tantos caminos sin final, tan repletos de arena hecha ceniza, que se iba adhiriendo a sus heridas interiores, infectándolas.)


     Hermoso anciano del color de la tierra polvorienta, cansado de la vida, amigo inseparable de seis cuerdas que han resultado ser mejores compañeras que cualquier alma que se haya acercado a tus andares descalzos, a tus sombríos dobleces: llévame a tu escondite (adornado del minúsculo haz de luz que aún se puede descubrir de tus antaño ojos verdes).

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