sábado, 25 de enero de 2014

Con los pies de hielo.

     Sus pies se han olvidado de que son pies, y se han cubierto de la escarcha más fría. Parece que no era suficiente teniendo que cargar un corazón que había sido congelado, para que ahora tuviera que llevar los dedos inferiores de hielo, ¡y sin tener de repuesto! Ya ha buscado otro corazón que sustituyera al suyo, para no sentir tanto dolor, pero nadie quiere cambiárselo.

     Desde entonces camina con los cabellos azabache cubriéndole el rostro, dejando al descubierto de vez en cuando una salpicadura de pecas desordenadas. Ni todas las mantas del mundo pueden derretir su nieve. La de dentro, digo. La que pertenece a los pies desaparecerá en cuanto llegue a casa y se dé una ducha caliente. Entonces el chorro de agua irá suprimiendo cada copo, y la temperatura elevada le acuchillará hasta que se templen. En ese momento el frío que se puede curar quedará arreglado.

     (Solo tiene que darse cuenta de que los corazones congelados no se deshielan cambiándolos, sino dejando que otro frío interior se acerque; la escarcha se derrite con el roce de otro dolor).

Cuando no es nada más que todo.

     Inspira fuerte, cierra los ojos, deja caer sus párpados pesados, suelta el aire que anteriormente ha cogido. Noche en vela, porque sus pensamientos no dejan que descanse. Cuando se te acumulan historias, cuando vuelven los recuerdos, cuando no es nada más que todo, todo junto y a la vez, o todo es simplemente nada; cuando eso ocurre, quizás ya no hay nada que hacer. Por eso escribe, desliza sus dedos sobre las teclas de una vieja máquina de escribir, le gusta su sonido. Pero cuando ese todo que es nada, o ese "nada", que en realidad es todo, es demasiado como para no dejarle distinguir la forma de las letras a través de la capa vidriosa que impide distinguir el color de su iris, entonces es cuando coge la pluma. Moja el extremo en un pequeño recipiente que únicamente tiene el fondo manchado de tinta, y coge su cuaderno de páginas amarillentas (y tapas rojas). Cierra los ojos, dejando que las lágrimas resbalen por sus mejillas hasta llegar a los labios, donde mueren agotadas. Y así, ciega de impotencia, deja que su mano vaya creando líneas casi ilegibles de color negro, que solo ella será capaz de descifrar. Vuelve a tomar y a soltar aire profundamente. La muerte no es un juego. (Pero ella acababa de matarse a sí misma entre las páginas de su cuaderno, cubierta de lágrimas saladas, y sangre de tinta).

domingo, 12 de enero de 2014

Suspiros ahogados.

     Está sentada en una terraza, en el centro de Madrid. Es una imagen impactante para los caminantes que pasan por las aceras cercanas, pues es pleno enero y la lluvia cae como si estuviera siendo arrojada desde las nubes, simulando una fuerte cascada. Pero a ella le gusta sentir el agua resbalando por sus cabellos empapados, que se le pegan al rostro y camuflan las lágrimas. Lleva veinticuatro minutos ahí sentada, hace veintidós que pidió un capuchino. El camarero simula que se ha olvidado de su presencia para no tener que salir a la calle, helada y empapada, pero ella tiene algo que le llama la atención, y opta por llevarle su café, con tres terrones de azúcar, como pidió anteriormente. La chica no alza la mirada para darle las gracias, y nota un deje de decepción en el joven, que vacila al tener que irse, y acaba por dar media vuelta y marchar. Ella eleva una de sus comisuras, esbozando una media sonrisa. Cierra los ojos y da un sorbo a su taza, que pronto se enfriará, y endulza sus rosados labios sin dejar ninguna marca. (Porque hay días en los que no hay que dejar marca, y por eso no se ha dado el toque rojo que le caracteriza. Solo que sí ha dejado huella, en aquel chico que no deja de mirar).

     Los escalofríos recorren sus empapadas ropas y sus calados mechones. Echa una última mirada y descubre ilusionada que él también estaba observando.  Suspira, y ahoga los suspiros en aquel último café. (O el penúltimo, para que él vuelva a acercarse a ella, para tener más motivos por los que suspirar).

   

martes, 7 de enero de 2014

Gritos escarlata.

     Cree ser capaz de engañar a todo aquel que le rodea. En realidad, continúa con su vida sólo gracias a la esperanza de así poder seguir manteniendo sus más profundos pensamientos en secreto. O quizás por miedo a que se pierdan tras ella, sin haberlos depositado en ninguna otra persona que pueda conservarlo en su memoria, o incluso un pedazo de papel para que alguien pudiera saber realmente lo que siente en su interior.

     Sus pensamientos suicidas se esconden realmente bien tras una sonrisa no demasiado deslumbrante, pero siempre atenta para regalarse, y de unas manos delgadas y delicadas dispuestas a ser las más fuertes del mundo para levantar a alguien que esté cayendo, o las más suaves para acariciar a quien necesite compañía. En ninguna ocasión ha negado sus miedos y pensamientos de incapacidad, pero tampoco los ha afirmado; nadie ha sentido la necesidad de preguntar.

     Disfruta viendo la sangre resbalar por su piel (disfruta, dentro de lo que cabe). Son lágrimas tintadas, intentando dejar marca, gritos ahogados que nadie escucha o es capaz de observar. Líneas secas color escarlata que tienen su origen en una herida a la que no dejará cicatrizar, a la que mantendrá abierta para seguir admirando el flujo carmesí.

     Grita, para que alguien escuche. Pero en el fondo, no quiere que nadie oiga su voz. No quiere que nadie sufra por su desdicha, que llore sus lágrimas, que sangre sus cortes, ni que sienta sus pensamientos. Soporta todo sola, porque no tiene más remedio.

     (Porque los secretos adquieren ese nombre cuando los escondes para no dañar a los de tu alrededor).