Sus pies se han olvidado de que son pies, y se han cubierto de la escarcha más fría. Parece que no era suficiente teniendo que cargar un corazón que había sido congelado, para que ahora tuviera que llevar los dedos inferiores de hielo, ¡y sin tener de repuesto! Ya ha buscado otro corazón que sustituyera al suyo, para no sentir tanto dolor, pero nadie quiere cambiárselo.
Desde entonces camina con los cabellos azabache cubriéndole el rostro, dejando al descubierto de vez en cuando una salpicadura de pecas desordenadas. Ni todas las mantas del mundo pueden derretir su nieve. La de dentro, digo. La que pertenece a los pies desaparecerá en cuanto llegue a casa y se dé una ducha caliente. Entonces el chorro de agua irá suprimiendo cada copo, y la temperatura elevada le acuchillará hasta que se templen. En ese momento el frío que se puede curar quedará arreglado.
(Solo tiene que darse cuenta de que los corazones congelados no se deshielan cambiándolos, sino dejando que otro frío interior se acerque; la escarcha se derrite con el roce de otro dolor).
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