lunes, 28 de abril de 2014

Noche derramada.

     Quiso escribir sus versos sobre la Luna. No refiriéndose a ella, sino plasmando la tinta de flujo de noche (que había robado del cielo cuando la oscuridad se hacía presente), sobre su inmaculada sonrisa plateada. Encaprichada con su nuevo deseo de hacer conocer a todos sus palabras, buscó la escalera más alta que pudiera existir. Encontró algunas realmente elevadas, pero, como era de esperar, ninguna era suficiente para llegar a la Luna. Incluso uniendo los extremos de todos los conjuntos de peldaños, no conseguía alcanzar su objetivo. Devolvió cada pedazo de sueño hecho de madera, a sus respectivos propietarios, deshaciendo sus ideales de niña fantasiosa.

     Pero entonces se dio cuenta, de que no estaba todo perdido, pues podría llegar a la esfera color espuma del mismo modo que un día le quitó a la noche su colorante apagado con el que posteriormente creó su pluma para escribir poesía. Voló. En su recorrido rellenó su tintero para tener la pintura fresca. Se posó en la superficie del globo nevado, haciendo resaltar el negro de sus ojos, ahora exaltantes de felicidad. Miró a su alrededor, sin tener muy claro por dónde empezar. Y una vez que encontró el lugar (en el extremo superior) no pudo detener su pincel. Recordó sus estrofas favoritas, anotó otras nuevas. Sus pies descalzos (había perdido los zapatos nada más despegarse del suelo) pisaban la mayor fuente de inspiración jamás contemplada. Escribió tanto que acabó siendo imposible descifrar los poemas, el espacio entre cada una de las palabras fue desapareciendo poco a poco.

     El frío que empezó a subirle por las puntas de los pies la despertó de aquel maravilloso sueño. Se levantó, desplegó la esquina de una de las cortinas que cubrían su ventana, y echó un vistazo a la protagonista de su historia. Sus ojos de sombras se abrieron de sorpresa, al descubrir un único cuarto de Luna, y ver la pieza restante camuflada tras sus palabras, con el fondo de la noche.

domingo, 27 de abril de 2014

Ni el viento.

     "Hoy no soy feliz." Le dijo al mes de abril, gritándoselo, con la ventana abierta, segura de que nadie iba a escuchar. El viento le preguntó sus motivos, y ella supo que estaba dispuesto a escuchar. Se dejó envolver y empezó a hablar. Al principio muy despacio, escogiendo cada palabra con cuidado, midiéndolo todo, al ritmo de las curvas del aire que chocaba contra sus pestañas, haciéndolas revolotear. Después, cuando confirmó que su oyente no iba a escapar, dejó la delicadeza a un lado y se volvió loca, y lo soltó todo, (y se soltó el pelo) y gritó al cielo. No había nubes, ni hacía frío, sólo estaban ella y el viento, interesado en sus palabras.

     Ella temblaba. Él lo provocó, en parte. Después se fue. Ella volvía a estar sola. Encerrada en su propio desorden. Desastrosa en sí misma. (Ni el viento sabe lo que pasó después.)

   

sábado, 26 de abril de 2014

Muertes de tinta.

     Arrugó la hoja de papel y se vio a sí mismo arrojado a la basura (y olvidado en el suelo a causa de una mala puntería).

     Un escritor es parte de sus propios personajes: todos los que estaban encerrados entre las tapas de sus libretas, habían muerto en algún momento del relato. Algunos habían sido asesinados. En otros casos, la misma persona era la que acababa con su vida. Y todas las historias quedaban recopiladas entre las paredes de un cubo viejo de metal, u olvidadas en el suelo, a sus alrededores. Todas ellas con arrugas ancianas, hechas un desperdicio. Obras de arte escritas por quien tiene unas manos espléndidas y unos ojos ciegos. Cuadernos enteros perdidos entre los lamidos del fuego, hambriento de buenos relatos que contar a pasajeros que se reúnan a su alrededor (pero que acaba guardándose como secreto, en forma de cenizas y carboncillo).

     Adornaba millones de páginas con tinta negra, sin hacer otra cosa en la vida que crear para luego destruir (algo que se nos da bastante bien a todos). Todas las personas que habituaban su mismo vagón de tren, tenían unas líneas escapadas de entre los dedos del poeta, hablando quizás sobre su rasgo más característico, o el que pasa más desapercibido. También todos tenían una muerte escrita por la pluma de aquel hombre, y cada uno de los distintos finales, había sido despedazado por las mismas manos que les dieron forma.

     Murió, con un escrito sin terminar perdido en la esquina de su mesa. Fue encontrado. Hubo un día en el que todas las personas que habituaban su mismo vagón de tren, se miraban entre ellas, y se daban cuenta de que estaban leyendo el mismo libro. También se daban cuenta de que quedaba un asiento vacío. (Era la historia de su vida. Y no la había quemado, porque no estaba seguro de cómo terminarla, de cómo describir su propia muerte.)

El chubasquero olvidado.

     Le vino a la mente, sin haber sido invitado (porque esa era la manera en la que funcionaba todo aquello). Se puso su chubasquero rojo, y se lo quitó cuando notó que la lluvia empezaba a caer; necesitaba mojarse. Rompió charcos, separándose sus gotas de niebla condensada en mil lunares para el asfalto, casi invisible, a la oscuridad de aquella noche. Lo más fácil sería volver a casa y meterse en la cama (pero el camino simple, suele ser el más aburrido). 

     Fue noche de ríos dibujados por su espalda. Y de pensamientos, imaginándose los dibujos que harían en la de él. Un chubasquero rojo quedó olvidado a los pies de una farola.

     Se echaba de menos a sí misma. Suponía que ese era un problema al que debía dar bastante importancia (solo que no se la daba). Bailó para olvidar. O para recordar. O para ordenar sus pensamientos. Todo ello obtuvo un "hecho" aquella noche. Se empapó (a pesar de odiar la lluvia) y volvió contenta a su casa (o algo así).

     Sería la futura culpable del resfriado del que enfermaría su almohada a causa del frío y mojado cabello con el que se había acostado. (Y se durmió contando los paréntesis que le había dedicado.)

sábado, 19 de abril de 2014

Lágrimas de acuarela.

     No estaba segura de cuál era el motivo de su infelicidad, sólo sabía que ella únicamente existía en blanco y negro, y que los remolinos que se creaban en sus cabellos nunca estarían del todo ordenados. No conocía los espejos. A lo mejor le habría gustado contemplar la gama de grises de sus ojos, puede que hubiera sabido apreciar el brillo que éstos reflejaban. Se habría enamorado de sus labios, y de la sombra que prestaban a su barbilla. Podría haberse fijado en lo bonita que era, descubriría los tres lunares que se dibujaban en su cuello, y el que se escondía de forma más tímida en la conclusión de su clavícula. Así, quizás, las lágrimas oscuras desaparecerían (las que tampoco podía ver, las que un día aparecieron, trazando un camino de curvas, sorteando las pecas colocadas entre sus pómulos como puntos suspensivos).

     La mano del artista quedó satisfecha con su obra terminada. Se levantó, dejando la lámina secar sobre el antiguo escritorio de ébano, y se limpió los retazos de pintura negra que habían manchado sus yemas. Alzó la vista, y contempló el reflejo de sus ojos verdes. (No había rastro de lágrimas de acuarela.)

Amor pálido.

     El mundo entero se estremeció. Todos los que tienen un alma sensible sintieron el mismo escalofrío recorriendo su interior, investigándoles por dentro, invadiéndoles, como si alguien estuviese abriendo en ese momento el cuaderno de secretos de cada uno de ellos. Fue un día extraño, algo estaba distinto en el ambiente: era el sollozo de la Muerte, al principio; luego, su grito desesperado.

     Los cuerpos con sentimientos sufren ante el amor. Pero si es la Muerte la que se enamora, de unos pómulos carnosos y rosados, de unos dedos que son capaces de acariciar, de alguien que tiene la oportunidad de ser feliz...

     Observa, en silencio (y su silencio se vuelve todavía más mortal). El tiempo para Ella no transcurre igual; la insignificancia de una vida humana no es nada en comparación con su inmortalidad.

     Acudió al parto de la criatura, no tuvo piedad con su madre. Sus ojos, del mismo tono dulce que los de la niña, se fueron apagando, mientras luchaban por ver a su hija, aunque fuera una única vez. Y la Muerte, pálida y fría, envidió, a su sorpresa, la calidez de los hoyuelos que adornaban la sonrisa de la pequeña. Desobedeciendo a sus principios, se fue acercando durante los años a esa familia, robando el alma de forma injusta a las personas más cercanas a ella. Los médicos no tenían explicación para tales muertes, y el pueblo empezó a pensar que esa familia había sido maldecida. La Muerte sabía que estaba haciendo mal a la chica de los ojos de miel, pero sentía la gran necesidad de contemplar su belleza, y no conocía otra forma de hacerlo.

     Muchos temen desaparecer del mundo, pero nadie piensa que la causante de tales desastres tuviera sus propios miedos (ni Ella misma era consciente). Ahora, le asustaba la idea de que la niña se quedase sola, de no tener una excusa para volver a acercarse. El problema era que la huérfana también temía, y se alejó del mundo para no causar más daños, pensando que ella tenía la culpa de la palidez prematura en las mejillas de sus familiares y pocos amigos. Vivió algunos años de soledad, huyendo de la compañía, apartando cálidas manos que pronto teñirían de blanco si llegara a agarrarlas.

     La Muerte vivió esos años con absoluta desesperanza, e intentó subsanar su vacío creando otros alrededor del mundo, provocando guerras, y por tanto, muertes masivas. Hasta que no pudo esperar más. Buscó a la joven, y los huecos de sus ojos emitieron un destello.

     Se acercó demasiado. El alma de la chica, tan hermosa como ella misma, fue recogida con delicadeza por quien más la apreciaba. (Los ojos de azúcar y las mejillas sonrosadas quedaron cubiertas por una capa de amor pálido.)

lunes, 7 de abril de 2014

La mirada de un hombre ciego.

Como el hombre ciego que no puede vivir sin su reloj atado a la muñeca.

Siempre viste de azul, porque es su color favorito: "Huele a arándanos", utiliza como argumento.

Camina siempre  en línea curva, conoce bien su camino, no se choca.

Cada tarde se sienta en el banco que da al lugar más bonito del parque; lo sabe porque escucha las sonrisas de los que se van acercando.

Tiene su habitación  repleta de los dibujos de sus hijos, está preciosa.

Conoce el idioma del piano; las teclas hacen historia cuando se deslizan entre los dedos del hombre (a veces incluso rozan con el viejo reloj, emitiendo un chasquido que solo él es capaz de ver).

Y escucha pasar los segundos de su vida.

Y se siente parte de ella.

Porque sabe mejor que nadie la forma que tienen las cosas bonitas.

No le hace falta conocer el tono exacto.

O su silueta.

(Él saborea los abrazos.)

Andares descalzos.

     Se oyó el chasquido de un hombre negro en un asiento cercano, durante su trayecto a ninguna parte. Las ojeras desgastadas y los nudillos rugosos dejaban entrever el arrastre de fracasos que llevaba encima. Las arrugas de su rostro parecían esculpidas por un artista aficionado, poniendo especial cuidado en la que podría llegar a ser su primera gran obra que mereciera ser contemplada. Desde lejos se distinguían las cataratas de su ojos que aún dejaban ver un pequeño rastro de color vidrioso (aunque bien podía haber sido la acumulación de lágrimas durante los años). Las manos; escondidas tras los callos de sus yemas, consecuencia del amor incondicional hacia su guitarra, que se situaba tímida a su lado. Era un hombre que llevaba el ritmo en la sangre, y le llegaba hasta los pies, rigurosamente colocados bajo sus piernas cansadas. (Cansadas de recorrer tantos caminos sin final, tan repletos de arena hecha ceniza, que se iba adhiriendo a sus heridas interiores, infectándolas.)


     Hermoso anciano del color de la tierra polvorienta, cansado de la vida, amigo inseparable de seis cuerdas que han resultado ser mejores compañeras que cualquier alma que se haya acercado a tus andares descalzos, a tus sombríos dobleces: llévame a tu escondite (adornado del minúsculo haz de luz que aún se puede descubrir de tus antaño ojos verdes).