No estaba segura de cuál era el motivo de su infelicidad, sólo sabía que ella únicamente existía en blanco y negro, y que los remolinos que se creaban en sus cabellos nunca estarían del todo ordenados. No conocía los espejos. A lo mejor le habría gustado contemplar la gama de grises de sus ojos, puede que hubiera sabido apreciar el brillo que éstos reflejaban. Se habría enamorado de sus labios, y de la sombra que prestaban a su barbilla. Podría haberse fijado en lo bonita que era, descubriría los tres lunares que se dibujaban en su cuello, y el que se escondía de forma más tímida en la conclusión de su clavícula. Así, quizás, las lágrimas oscuras desaparecerían (las que tampoco podía ver, las que un día aparecieron, trazando un camino de curvas, sorteando las pecas colocadas entre sus pómulos como puntos suspensivos).
La mano del artista quedó satisfecha con su obra terminada. Se levantó, dejando la lámina secar sobre el antiguo escritorio de ébano, y se limpió los retazos de pintura negra que habían manchado sus yemas. Alzó la vista, y contempló el reflejo de sus ojos verdes. (No había rastro de lágrimas de acuarela.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario