lunes, 29 de diciembre de 2014

Un encuentro peculiar.

     Formaban un trío curioso: La mujer que estaba tras la mesa de madera, en un mercadillo poco frecuentado de Madrid, era mayor (muy mayor). Parecía poseer toda una colección de globos a su alrededor, que invitaban a los mechones sueltos de su despeinado cabello a reunirse con ellos. Tenía una mirada penetrante y tentadora, y al mismo tiempo que te invitaba a acercarte sigilosamente, provocaba en ti la sensación de que prevenir las distancias no sería una mala idea. Las manos que colocaban las coloridas joyas que vendía, junto a las fotos antiguas y una gran caja de piedras y conchas que yo misma podría haberme traído en el bolsillo de vuelta de vacaciones, eran grandes y delgadas. Era ahí donde se podía advertir de forma más clara la edad de la anciana. Los niños, o los adultos que siguen creyendo en la magia, habrían asociado su aspecto, indudablemente, al de una bruja. Y gritaba, vaya si gritaba. Su voz también llamaba la atención. La escuché cuando llegó a su puesto el segundo de los tres personajes:

     Aquel sí que era un hombre peculiar. Alto, también entrado en edad. Parecía que todo el pelo que antes había pertenecido a la cabeza, había resbalado hasta colocarse bajo su nariz, luciendo una prominente barba blanca. Camuflaba su calvicie con un gorro de lana que parecía empapado, a pesar de que ese día ninguna nube había manchado el cielo. De su oreja izquierda colgaban dos plumas de color verde, que le llegaban hasta los hombros. La derecha no la vi. Estaba cubierto de amuletos. También sus manos me llamaron la atención. Ni un solo dedo quedaba desnudo, y cada uno de ellos portaba un gran anillo colorido, algunos de ellos con diferentes símbolos. Encontró una cadena que pagó con la mano que tenía libre. En la otra llevaba una gran bolsa blanca, y parecía no querer soltarla nunca. Cuando bajé la vista para intentar descubrir lo que había en su interior, me di cuenta de que sus delgadísimas piernas estaban cubiertas por unas mayas que reflejaban la luz del sol, repleta de lentejuelas. A su lado aparecieron otras piernas:

     Pertenecían a la tercera persona. Estilizadas, marcadas por unas medias negras. Subidas a unos tacones del mismo color oscuro. Alcé la mirada. No parecía querer llamar la atención, pero lo hacía. Era una mujer con rasgos franceses, y como sacada de una banda de jazz, de las que tocan en los bares frecuentados por almas perdidas. Tenía los ojos grandes, pero no los abría del todo. En cuanto cruzó unas palabras con el hombre, afirmé mi teoría sobre su grave y ronca voz. Aunque no fue difícil adivinarlo, teniendo en cuenta que cuando llegó, pisó su colilla recién terminada, y enseguida sacó de su bolso otro cigarrillo. El humo que la envolvía parecía mezclarse con sus cabellos, e incluso con sus pestañas, las más largas que jamás había visto.

     Ninguno de los tres se percató de mi presencia. (Ni siquiera su parte real.)

viernes, 31 de octubre de 2014

La Luna es poetisa.

     El día en el que media Luna se convirtió en poetisa. Y la esfera partida que poblaba el cielo oscurecido buscaba desesperada su mitad entre los habitantes de Madrid. Mientras que la amante de las palabras observaba el cielo, escribiendo una carta a su amor verdadero, sin creer en el destino, pensando que lo que nos rodean son casualidades, desconociendo que ella realmente era parte de la noche. Y durante las horas de oscuridad, se convirtió en musa de pintores que sentían perdida su inspiración, sin saber realmente que aquella chica que escribía con la vista alzada no era sino la misma protagonista de las más maravillosas obras de arte. E infelices se quedaban admirados ante el astro disfrazado, transformando su vida desgraciada en un instante de luz blanca. Imagina a la Luna personificada, cuán magnífica debía de presentarse, qué espléndidas palabras se transformarían desde su pluma, pensando en sí misma, en su propia mitad.

     Fue el día en el que las calles contaban historias de amor. Se oían palabras de predestinación. Se escuchaba el convencimiento de todos: si se quieren, es real, aunque acaben hundidos en su propia tristeza. Y un hombre en el tren abrazaba sus ideas, recopiladas en una carpeta azul, donde estaba ella de mil formas distintas. Su cuerpo a carboncillo, sus pensamientos en poesía, sus notas de afecto. Faltaba su voz. Y el hombre lloraba. Otra persona frente a él, compartiendo el mismo vagón, entendió su pena, y le acompañó en su llanto silencioso. Una lágrima cayó sobre la nota que algún desconocido había escrito para él (puede que la Luna poetisa).

     Fue la noche en la que los reencuentros eran besos en medio de la estación. Donde todos eran espectadores, y ellos solo se sentían el uno al otro, sin percatarse de las sonrisas tiernas que despertaban en los demás. Fue arte en los caminos, en las fuentes, entre las grietas escondidas, junto a los versos de Neruda. Y música esparcida por el suelo, desde donde se ven los andares de la gente con prisa, cuando el tiempo se para porque sabes que puedes vivirlo. Cuando el silencio se presenta, sin dejar huecos vacíos. Proyectos a medio terminar. Desde aquí se puede ver a dos personas sincerándose, acusándose a sí mismas de ser las mejores constructoras de muros translúcidos, a través de los cuales parece que se escapa cada parte de ellas, pero son casi indestructibles.

      Desordenadamente ordenado, con palabras enmascaradas.(Los sentimientos no se plasman para ser comprendidos.)

Etiquetados.

     Érase una vez una chica desastrosamente incapaz de armar su vida por sí misma. Pensaba que todo el mundo era una diminuta maravilla. Y no le resultaba difícil de ver, como si cada uno de nosotros llevásemos atada a la muñeca una etiqueta en la que estuviese escrito nuestro interior más bonito. Pero ella no tenía su rótulo. Lo había perdido. Por ese motivo se sentía invisible y desechable. De hecho, lo era.

     Érase una vez una persona maravillosa (o en proceso de). Tenía ocho años. Miraba a la gente a los ojos, porque ellos no le miraban a él, y así podía ver el reflejo de lo que éstos observaban. Recogía papeles de caramelos en el patio del colegio, y con ellos forró un pequeño cofre donde guardaba las sonrisas que iba recibiendo; llevaba dos.

     Caminaba por la calle y evitaba las miradas de los demás (o ellos esquivaban la suya). Sus ojos se centraban en las manos, y leía las inscripciones ajenas. Por la noche las guardaba en un cajón, y se recordaba a sí misma lo que no era. Todos sus espejos estaban colocados de cara a la pared. Cada uno de ellos llevaba inscrito "No merece la pena, ya lo sabes" por la parte trasera. Y nunca miraba al cielo: había olvidado que existía.

     El domingo era su día favorito, porque rimaba con "respingo", que sonaba muy divertido. Se lo había dicho a todo el mundo, incluso en varias ocasiones (y nadie parecía acordarse, aunque fuese la decimotercera vez que se lo repitiera), por eso le gustaba mencionarlo una y otra vez. Un día, antes de salir de casa, se subió a su taburete para peinarse, y se le ocurrió subir las comisuras por tercer día consecutivo, ¡la tercera sonrisa recibida! Él sí que tenía suerte. 

     Se tropezó y cayó sobre un charco. Estaba rodeada de gente. Les sirvió de alfombra. Ni se percataron de ello. Se acercó a un banco, empapada y dolorida, a atarse los cordones que le habían traicionado. A su lado había una mano muy pequeña: "Inocencia, optimismo en su estado más puro".

     Ese día había decidido irse a un banco a dejarse regar por la lluvia, con la esperanza de crecer tanto como los señores a los que veía por la calle. Una chica se sentó a su lado. Miraba su mano, lo vio reflejado en sus ojos.

     La etiqueta del pequeño rozó su hombro. Le había visto.

     -El pelo mojado te queda realmente bien- dijo sonriendo mucho, como había ensayado esa misma mañana.

     Se quedó paralizada. Nadie parecía haberla mirado de verdad, en toda su vida. Imitó el gesto del niño.

     -¡La cuarta sonrisa, la cuarta sonrisa!
Le habló de su caja forrada con envoltorios de caramelo. Le enumeró sus cosas favoritas. Le explicó cómo veía el mundo a través de los ojos de los demás.

     También esquivaban su mirada, pero para él no era algo malo. Su cofre de sonrisas no contenía ninguna diferente a la suya propia (exceptuando la que ella acababa de regalarle). Nadie le escuchaba, no se percataban de su presencia. Y aún así, era la persona más feliz del mundo.

     Se quitó su etiqueta. La ató a la muñeca de la que chica que estaba sentada a su lado. Se fue. 

     Años más tarde, encontraron un cofre con cuatro sonrisas en su interior. Un cajón se quedó abierto, lleno de inscripciones ilegibles, con la tinta corrida por las lágrimas de la chica que una vez no pudo encontrarse entre aquellos adjetivos. Él dejó de acumular sonrisas, cuando se dio cuenta de que habría demasiadas. Ella no cerró el baúl, para que todo lo que una vez lloró, se evaporara impregnado de pequeñas maravillas, y acabaran lloviendo sobre ella.

   

domingo, 21 de septiembre de 2014

Un escalofrío en forma de sonrisa.

     El reloj marcaba un minuto para mi llegada al andén. Confió en ella misma y bajó el inmenso abismo de poco más de un metro que podía marcar un final decisivo. Instintivamente todas las personas que esperaban en la estación se abalanzaron hacia ella, pero nadie se atrevió a extender su mano, por si el tren decidía llegar en esos momentos y ésta les era arrebatada. La cara de ella no mostraba emoción alguna, no parecía oír los gritos de su alrededor. Si no fuera por la profunda mirada que me arrojó, habría pensado que ya carecía de vida. Empezó a avanzar hacia mí. "Uno, dos, tres", contó, mientras posaba sus zapatillas negras en las tablas de las vías, al compás. Cerró los ojos y siguió contando con los brazos extendidos, simulando que pisaba las teclas de un viejo piano de madera gastada. Nadie sabía qué hacer, y eso fue lo que hicieron: nada. Su pelo corto chocaba con las notas que salían de sus huellas polvorientas, se enganchaban en las palabras de horror de los espectadores.

     No pude frenar a tiempo, pero sí llegué a atrapar la historia como si fuese mía. Mis pasajeros también lo habían visto, todos salieron por las puertas, golpeando la chapa y empujándose entre ellos. Descubrieron a la chica al otro lado de la vía, compartiendo un escalofrío en forma de sonrisa con todos nosotros. (Había vuelto a jugar con la muerte.)

lunes, 28 de julio de 2014

Un fracasado enfrascado.

     Si alguien te dice que su objetivo en la vida es ser un fracasado porque es una palabra con una fonética interesante, le tomarías por loco y darías media vuelta. Quizás ahora mismo lo niegues, porque si tienes tiempo de reflexionar la reacción desde fuera es distinto, pero te aseguro que eso sería exactamente lo que llegaría a pasar. Por lo menos, no he conocido todavía a nadie que no me haya mirado como si la cabeza no me funcionase correctamente. Alguno ha intentado entenderlo, preguntándome si conocía el verdadero dolor de vivir sin nada y sin nadie, rodeado de botes de cristal en los que se recopilan las piezas sobrantes de mis propósitos fallidos y mis amistades rotas. Yo tenía respuesta para eso: "Un fracasado enfrascado es todavía más bonito que un fracasado a secas." Entonces se repetía la primera situación.

     El deseo de no ser nadie aumentó con el tiempo, y cada vez le llamaba la atención a más gente. Hubo incluso una vez que una mujer con los ojos tan grandes que podría haberme caído en ellos me miró con curiosidad mientras esperábamos a que un semáforo indicara el paso en la zona de peatones. En el momento en el que cambió a verde, apoyó su mano en mi hombro y me ofreció sitio en el refugio de su paraguas (de un verde tan intenso que si aquella no hubiera sido una lluvia de verano habría deslumbrado entre los tonos apagados del invierno). Mi primera reacción fue apartarme y seguir andando con paso ligero hasta llegar a mi casa, pero sus enormes pupilas me atraparon. Me aseguró que una conocida le había hablado de mí, y que ella podría ayudarme. Le contesté: "Usted no entiende la poesía. Una pena, pues se puede ver claramente buceando en sus ojos negros." Dejó mi hombro en libertad y escapé. No volvimos a vernos.

     Decidí hacer de mi metáfora una realidad, y busqué todos los tarros que pude. Botes de mermelada, botellas de vino, jarrones de cristal... Vacié de libros mi estantería, dejándolos apilados en el resto de la casa, y convertí esa pared en el comienzo de mi tan esperado fracaso. Fui reuniendo todo aquello que me había salido mal, y los recipientes se llenaron poco a poco de pedazos de papel con mis fallos impresos. Estaba a punto de terminar, ya casi seguro de mi victoria. Desplegué el último trozo de folio y escribí en él: "No buceé en los ojos negros de la mujer de la poesía escondida." (Y entonces no me cupo ninguna duda.)

miércoles, 16 de julio de 2014

Con los pies descalzos y las uñas de negro.

     "Necesito escribir." Dijo, mientras una revoltosa maraña de pelo y unos labios más cortados que el café, dirigían su mirada hacia la pila de folios que había encima del microondas. Últimamente su cabeza no correspondía con la que llevaba sobre los hombros, y eso se debía a una dosis diaria de pensamientos suicidas que había empezado a consumir. Acarició una de las hojas, apartó la de arriba haciéndola rozar con la siguiente, y respiró ese sonido. A continuación escogió la segunda (porque nunca que quedaba con lo primero que llegaba, si ella no era una primera opción, no dejaría que ninguna otra cosa lo fuese). Lo único que encontró cerca fue un lapicero al que se le veía la mina por el lado equivocado (era el sustituto de sus uñas cuando las llevaba pintadas de negro) . Rebuscó entre los cubiertos y encontró su pluma favorita: aquella era una ocasión especial. Al girarse, dio con el codo a su taza, y el café inundó su lienzo. Qué importaba. Escribió despacio, midiendo las palabras y saboreando cada letra, con la intención de que quedaran exquisitas a la vista. Pero todas ellas empezaron a flotar sobre el café, y admirando entre ellas su belleza, y la delicadeza con la que habían sido creadas, se enamoraron y bailaron, dejando rastros de tinta por donde pasaban. Ella no se dio cuenta, solo veía aquella que acababa de salir de su puño, y pasaba a concentrarse a la siguiente, olvidándose de todas las anteriores. No terminó de desayunar.

     Forzaron la puerta principal. Entró en la casa: un ladrón de vidas, beneficiándose después no con joyas y piezas caras, sino con el detalle que pasaba desapercibido, el que hablara por sí mismo de aquel al que acababa de asesinar. Era su manera de conocer a las personas. No escuchó nada, era muy sigilosa, y acostumbraba a andar con los pies descalzos. La primera habitación por la que pasó fue la cocina. Estaba poco cuidada. Encontró una taza rota, y un río de café que se convertía en una cascada pobre al borde de la mesa. Siguió su camino en busca de la víctima. Llegó a una sala pequeña, con un fuerte olor dulzón, algo metálico, y mucho incienso. La chica, sentada en un sillón verde oscuro parecía dormida, y sostenía entre sus dedos delgados, con las uñas pintadas de negro (y mordidas, como último placer) un folio de aspecto antiguo. Lo cogió, y el papel crujió un poco. Echó un vistazo y acarició a la chica, apartando la misma revoltosa maraña de pelo de aquella mañana, llegando a rozar su cuello. Se detuvo y salió de aquel sitio dejando a la joven donde estaba. Al llegar a casa buscó una chincheta (y clavó en la pared su carta de suicidio).

domingo, 29 de junio de 2014

Arte confesor.

     Con unas ojeras como columpios (donde el brillo de sus ojos se balanceaba) y con su olor aún constante, aunque ya no demasiado intenso, visualizó su imagen como el dibujo que no había llegado a realizar. Sabía que las minas de colores se enamorarían de él, y no querrían ser utilizadas para cualquier otra obra de arte (porque él realmente era arte). Incluso empezarían a necesitar más. El marrón buscaría encontrar pecas escondidas; el verde intentaría difuminarse de manera más visible en los trazos de sus ojos donde la luz se acomodaba; el color rojo se quejaría por la insuficiencia de las señales de mordiscos. Cada uno de los tonos sentiría la necesidad de mostrarse como protagonista, de abarcar el mayor espacio posible en el retrato para sentirse más querido. Y llegaría un momento en el que todo aquello se convertiría en una competición: los tintes empezarían a investigar la manera de conocer sus mayores secretos, porque odiarían formar parte de él mientras fuera un misterio. Le susurrarían al oído, se colarían entre sus rizos en busca de algún pensamiento cansado de estar atrapado. Lo descubrirían todo, y los bocetos más elaborados hablarían por sí mismos, confesando a todo ojo curioso no solo el aspecto externo del chico de la voz profunda, sino también su más acentuado interior. Todo a través de los colores, incapaces de guardar el más maravilloso de los secretos.

     Entonces ella se dio cuenta de que no quería que todo el mundo supiera los enigmas del chico de mirada intensa, y decidió convertirse en todos los lapiceros de madera para ser la única que conociese sus misterios. (Pero no adoptó la conducta extrovertida de aquellos a los que imitaba. Por el contrario, abrió en su interior una nueva caja de madera con candado y guardó allí todo lo que fue aprendiendo de él.)

viernes, 27 de junio de 2014

Miradas insospechadas en el centro de Madrid.

La chica que conoces y no te reconoce.
Personas que te miran porque les miras.
Tres líneas y muchos pares de manos.
La de las cosquillas en los rizos.
La mujer que andaba sobre las nubes y no se daba cuenta.
La decisión de la persona indecisa.
Una personalidad vestida de etiqueta.
Y las palabras salieron al escenario para comenzar a bailar.
La cabeza bien puesta sobre los hombros (y bajo ella unos pies tambaleantes).
El hombre que miraba y que no sabía que alguien escribía sobre él.
No giró la cabeza, y se perdió el mundo entero.
Personas que van a sitios que tú te imaginas, que tienen familias que tú te inventas, que tienen historias que tú escribes.
Gente que pasa desapercibida hasta cuando te fijas en ellos.
La chica que se imagina que alguna de las personas a las que observa le observa a ella.
La mujer que miraba su libro y se olvidaba del mundo.
La anciana de las arrugas repetidas.
El coleccionista de lunares.
Personas normales que son diferentes para alguien.
La mujer que vivía en un anuncio.
Sobres cerrados destinados a personas más cerradas aún.
Personas que se paran, hablan, y después se van.
La chica que se preguntaba si tendría unas líneas entre ese barullo de palabras (y las tuvo).
El hombre que compró las manzanas a juego con su reloj.
Iban dos (y el tercero se siente solo).
La chica que tenía todo el tiempo del mundo, y le gustaba guardarlo en tarros.
Se tropezó consigo mismo.
La mujer de los proyectos de arte, y la felicidad por cabeza.
La chica de los ojos vendados (para poder ver mejor).
La mujer mayor que jugaba a no pisar las líneas del suelo.
La chica que no sabía la hora (y le daba igual).
La gente que se pregunta cómo es la voz de otra gente.
El chico que miraba cómo giraban las ruedas de los coches.
El hombre que vivía con prisas porque estaba acostumbrado.
La mujer del bolso con pájaros dibujados (que en cualquier momento echarían a volar).
Palabras que se escapan, que escuchan desconocidos, y que todos acabaremos olvidando.
La chica de la sonrisa escondida y los labios desnudos.
(La niña que se preguntaba si alguna de esas personas en las que ahora se fijaba llegarían a ser importantes en algún momento de su vida.)

lunes, 28 de abril de 2014

Noche derramada.

     Quiso escribir sus versos sobre la Luna. No refiriéndose a ella, sino plasmando la tinta de flujo de noche (que había robado del cielo cuando la oscuridad se hacía presente), sobre su inmaculada sonrisa plateada. Encaprichada con su nuevo deseo de hacer conocer a todos sus palabras, buscó la escalera más alta que pudiera existir. Encontró algunas realmente elevadas, pero, como era de esperar, ninguna era suficiente para llegar a la Luna. Incluso uniendo los extremos de todos los conjuntos de peldaños, no conseguía alcanzar su objetivo. Devolvió cada pedazo de sueño hecho de madera, a sus respectivos propietarios, deshaciendo sus ideales de niña fantasiosa.

     Pero entonces se dio cuenta, de que no estaba todo perdido, pues podría llegar a la esfera color espuma del mismo modo que un día le quitó a la noche su colorante apagado con el que posteriormente creó su pluma para escribir poesía. Voló. En su recorrido rellenó su tintero para tener la pintura fresca. Se posó en la superficie del globo nevado, haciendo resaltar el negro de sus ojos, ahora exaltantes de felicidad. Miró a su alrededor, sin tener muy claro por dónde empezar. Y una vez que encontró el lugar (en el extremo superior) no pudo detener su pincel. Recordó sus estrofas favoritas, anotó otras nuevas. Sus pies descalzos (había perdido los zapatos nada más despegarse del suelo) pisaban la mayor fuente de inspiración jamás contemplada. Escribió tanto que acabó siendo imposible descifrar los poemas, el espacio entre cada una de las palabras fue desapareciendo poco a poco.

     El frío que empezó a subirle por las puntas de los pies la despertó de aquel maravilloso sueño. Se levantó, desplegó la esquina de una de las cortinas que cubrían su ventana, y echó un vistazo a la protagonista de su historia. Sus ojos de sombras se abrieron de sorpresa, al descubrir un único cuarto de Luna, y ver la pieza restante camuflada tras sus palabras, con el fondo de la noche.

domingo, 27 de abril de 2014

Ni el viento.

     "Hoy no soy feliz." Le dijo al mes de abril, gritándoselo, con la ventana abierta, segura de que nadie iba a escuchar. El viento le preguntó sus motivos, y ella supo que estaba dispuesto a escuchar. Se dejó envolver y empezó a hablar. Al principio muy despacio, escogiendo cada palabra con cuidado, midiéndolo todo, al ritmo de las curvas del aire que chocaba contra sus pestañas, haciéndolas revolotear. Después, cuando confirmó que su oyente no iba a escapar, dejó la delicadeza a un lado y se volvió loca, y lo soltó todo, (y se soltó el pelo) y gritó al cielo. No había nubes, ni hacía frío, sólo estaban ella y el viento, interesado en sus palabras.

     Ella temblaba. Él lo provocó, en parte. Después se fue. Ella volvía a estar sola. Encerrada en su propio desorden. Desastrosa en sí misma. (Ni el viento sabe lo que pasó después.)

   

sábado, 26 de abril de 2014

Muertes de tinta.

     Arrugó la hoja de papel y se vio a sí mismo arrojado a la basura (y olvidado en el suelo a causa de una mala puntería).

     Un escritor es parte de sus propios personajes: todos los que estaban encerrados entre las tapas de sus libretas, habían muerto en algún momento del relato. Algunos habían sido asesinados. En otros casos, la misma persona era la que acababa con su vida. Y todas las historias quedaban recopiladas entre las paredes de un cubo viejo de metal, u olvidadas en el suelo, a sus alrededores. Todas ellas con arrugas ancianas, hechas un desperdicio. Obras de arte escritas por quien tiene unas manos espléndidas y unos ojos ciegos. Cuadernos enteros perdidos entre los lamidos del fuego, hambriento de buenos relatos que contar a pasajeros que se reúnan a su alrededor (pero que acaba guardándose como secreto, en forma de cenizas y carboncillo).

     Adornaba millones de páginas con tinta negra, sin hacer otra cosa en la vida que crear para luego destruir (algo que se nos da bastante bien a todos). Todas las personas que habituaban su mismo vagón de tren, tenían unas líneas escapadas de entre los dedos del poeta, hablando quizás sobre su rasgo más característico, o el que pasa más desapercibido. También todos tenían una muerte escrita por la pluma de aquel hombre, y cada uno de los distintos finales, había sido despedazado por las mismas manos que les dieron forma.

     Murió, con un escrito sin terminar perdido en la esquina de su mesa. Fue encontrado. Hubo un día en el que todas las personas que habituaban su mismo vagón de tren, se miraban entre ellas, y se daban cuenta de que estaban leyendo el mismo libro. También se daban cuenta de que quedaba un asiento vacío. (Era la historia de su vida. Y no la había quemado, porque no estaba seguro de cómo terminarla, de cómo describir su propia muerte.)

El chubasquero olvidado.

     Le vino a la mente, sin haber sido invitado (porque esa era la manera en la que funcionaba todo aquello). Se puso su chubasquero rojo, y se lo quitó cuando notó que la lluvia empezaba a caer; necesitaba mojarse. Rompió charcos, separándose sus gotas de niebla condensada en mil lunares para el asfalto, casi invisible, a la oscuridad de aquella noche. Lo más fácil sería volver a casa y meterse en la cama (pero el camino simple, suele ser el más aburrido). 

     Fue noche de ríos dibujados por su espalda. Y de pensamientos, imaginándose los dibujos que harían en la de él. Un chubasquero rojo quedó olvidado a los pies de una farola.

     Se echaba de menos a sí misma. Suponía que ese era un problema al que debía dar bastante importancia (solo que no se la daba). Bailó para olvidar. O para recordar. O para ordenar sus pensamientos. Todo ello obtuvo un "hecho" aquella noche. Se empapó (a pesar de odiar la lluvia) y volvió contenta a su casa (o algo así).

     Sería la futura culpable del resfriado del que enfermaría su almohada a causa del frío y mojado cabello con el que se había acostado. (Y se durmió contando los paréntesis que le había dedicado.)

sábado, 19 de abril de 2014

Lágrimas de acuarela.

     No estaba segura de cuál era el motivo de su infelicidad, sólo sabía que ella únicamente existía en blanco y negro, y que los remolinos que se creaban en sus cabellos nunca estarían del todo ordenados. No conocía los espejos. A lo mejor le habría gustado contemplar la gama de grises de sus ojos, puede que hubiera sabido apreciar el brillo que éstos reflejaban. Se habría enamorado de sus labios, y de la sombra que prestaban a su barbilla. Podría haberse fijado en lo bonita que era, descubriría los tres lunares que se dibujaban en su cuello, y el que se escondía de forma más tímida en la conclusión de su clavícula. Así, quizás, las lágrimas oscuras desaparecerían (las que tampoco podía ver, las que un día aparecieron, trazando un camino de curvas, sorteando las pecas colocadas entre sus pómulos como puntos suspensivos).

     La mano del artista quedó satisfecha con su obra terminada. Se levantó, dejando la lámina secar sobre el antiguo escritorio de ébano, y se limpió los retazos de pintura negra que habían manchado sus yemas. Alzó la vista, y contempló el reflejo de sus ojos verdes. (No había rastro de lágrimas de acuarela.)

Amor pálido.

     El mundo entero se estremeció. Todos los que tienen un alma sensible sintieron el mismo escalofrío recorriendo su interior, investigándoles por dentro, invadiéndoles, como si alguien estuviese abriendo en ese momento el cuaderno de secretos de cada uno de ellos. Fue un día extraño, algo estaba distinto en el ambiente: era el sollozo de la Muerte, al principio; luego, su grito desesperado.

     Los cuerpos con sentimientos sufren ante el amor. Pero si es la Muerte la que se enamora, de unos pómulos carnosos y rosados, de unos dedos que son capaces de acariciar, de alguien que tiene la oportunidad de ser feliz...

     Observa, en silencio (y su silencio se vuelve todavía más mortal). El tiempo para Ella no transcurre igual; la insignificancia de una vida humana no es nada en comparación con su inmortalidad.

     Acudió al parto de la criatura, no tuvo piedad con su madre. Sus ojos, del mismo tono dulce que los de la niña, se fueron apagando, mientras luchaban por ver a su hija, aunque fuera una única vez. Y la Muerte, pálida y fría, envidió, a su sorpresa, la calidez de los hoyuelos que adornaban la sonrisa de la pequeña. Desobedeciendo a sus principios, se fue acercando durante los años a esa familia, robando el alma de forma injusta a las personas más cercanas a ella. Los médicos no tenían explicación para tales muertes, y el pueblo empezó a pensar que esa familia había sido maldecida. La Muerte sabía que estaba haciendo mal a la chica de los ojos de miel, pero sentía la gran necesidad de contemplar su belleza, y no conocía otra forma de hacerlo.

     Muchos temen desaparecer del mundo, pero nadie piensa que la causante de tales desastres tuviera sus propios miedos (ni Ella misma era consciente). Ahora, le asustaba la idea de que la niña se quedase sola, de no tener una excusa para volver a acercarse. El problema era que la huérfana también temía, y se alejó del mundo para no causar más daños, pensando que ella tenía la culpa de la palidez prematura en las mejillas de sus familiares y pocos amigos. Vivió algunos años de soledad, huyendo de la compañía, apartando cálidas manos que pronto teñirían de blanco si llegara a agarrarlas.

     La Muerte vivió esos años con absoluta desesperanza, e intentó subsanar su vacío creando otros alrededor del mundo, provocando guerras, y por tanto, muertes masivas. Hasta que no pudo esperar más. Buscó a la joven, y los huecos de sus ojos emitieron un destello.

     Se acercó demasiado. El alma de la chica, tan hermosa como ella misma, fue recogida con delicadeza por quien más la apreciaba. (Los ojos de azúcar y las mejillas sonrosadas quedaron cubiertas por una capa de amor pálido.)

lunes, 7 de abril de 2014

La mirada de un hombre ciego.

Como el hombre ciego que no puede vivir sin su reloj atado a la muñeca.

Siempre viste de azul, porque es su color favorito: "Huele a arándanos", utiliza como argumento.

Camina siempre  en línea curva, conoce bien su camino, no se choca.

Cada tarde se sienta en el banco que da al lugar más bonito del parque; lo sabe porque escucha las sonrisas de los que se van acercando.

Tiene su habitación  repleta de los dibujos de sus hijos, está preciosa.

Conoce el idioma del piano; las teclas hacen historia cuando se deslizan entre los dedos del hombre (a veces incluso rozan con el viejo reloj, emitiendo un chasquido que solo él es capaz de ver).

Y escucha pasar los segundos de su vida.

Y se siente parte de ella.

Porque sabe mejor que nadie la forma que tienen las cosas bonitas.

No le hace falta conocer el tono exacto.

O su silueta.

(Él saborea los abrazos.)

Andares descalzos.

     Se oyó el chasquido de un hombre negro en un asiento cercano, durante su trayecto a ninguna parte. Las ojeras desgastadas y los nudillos rugosos dejaban entrever el arrastre de fracasos que llevaba encima. Las arrugas de su rostro parecían esculpidas por un artista aficionado, poniendo especial cuidado en la que podría llegar a ser su primera gran obra que mereciera ser contemplada. Desde lejos se distinguían las cataratas de su ojos que aún dejaban ver un pequeño rastro de color vidrioso (aunque bien podía haber sido la acumulación de lágrimas durante los años). Las manos; escondidas tras los callos de sus yemas, consecuencia del amor incondicional hacia su guitarra, que se situaba tímida a su lado. Era un hombre que llevaba el ritmo en la sangre, y le llegaba hasta los pies, rigurosamente colocados bajo sus piernas cansadas. (Cansadas de recorrer tantos caminos sin final, tan repletos de arena hecha ceniza, que se iba adhiriendo a sus heridas interiores, infectándolas.)


     Hermoso anciano del color de la tierra polvorienta, cansado de la vida, amigo inseparable de seis cuerdas que han resultado ser mejores compañeras que cualquier alma que se haya acercado a tus andares descalzos, a tus sombríos dobleces: llévame a tu escondite (adornado del minúsculo haz de luz que aún se puede descubrir de tus antaño ojos verdes).

domingo, 9 de marzo de 2014

Pétalos olvidados.

     Como un café cubierto de pedazos de hojas secas que han ido tropezando con el viento, y aterrizando en la taza olvidada hace ya varias semanas. El libro que le acompaña, sobre la áspera mesa de madera astillada, tiene en su interior, olvidados, unos cuantos pétalos de amapolas secas. Éstos quedaron sueltos hace un par de días a manos de unos pequeños traviesos que jugaban a casarse y ser mayores. Tomaron prestadas algunas de las rojas flores que adornan el amplio campo, el que está cerca de su casa. Con ellas hicieron una hermosa corona, atando los tallos.

     La niña más alta, la que tenía el pelo rubio ceniciento y unas sobresalientes orejas (que marcaban su parentesco con el chiquillo que más gritaba), iba a ser la afortunada de contraer matrimonio con el chico más guapo de todas las casas de los alrededores. Habían estado preparando esa boda desde hacía tres días (mucho tiempo, para personas que todavía se pierden cuando tienen que contar hasta diez). Todas las niñas que solían jugar juntas a la comba estaban entusiasmadas, y ya estaban discutiendo sobre el nombre que tendría el futuro bebé. Los niños vistieron a su amigo con viejas telas que encontraron por las diferentes casas, y después le cubrieron con toda la imaginación que pudieron reunir. Estaba radiante.

     En alguna parte del mundo, seguro que alguien habría tenido un mal día. Pero no fue el caso de todos ellos. Fue la tarde de las tiaras de flores, de la creatividad convertida en el más maravilloso de los trajes, de la brisa acompañada de pizcas de plantas coloreadas de tonos carmesí, perdidas en el café, (para endulzar su amargura).

Para Isa.

     No se me ocurre mejor manera de soltarlo todo que escribirte. (Que escribirte a ti, o escribir para mí, para todo el mundo, para nadie, o yo qué sé). Necesito salir de la barrera que me mantiene en este estado de inquietud, de incertidumbre, de no saber realmente lo que ha pasado, en qué momento empezó todo, por qué. No sé cómo levantarme después del golpe (y sonará duro, pero tú tampoco puedes).

     No recuerdo la última vez que te abracé. Se acabó. ¿Cuándo habría sido si no...? bueno, eso. Quizás la misma última vez que es ahora mismo, pero quién sabe. Lo repetiré una y mil veces, no me gusta echar de menos, no quiero echarte de menos. Te echo de menos. Y si es así para mí, que no sé cuándo fue nuestro último abrazo, nuestra última conversación de verdad, la última vez que me miraste (que me miraste, no que me viste), ¿para los que sí recuerdan?

     Fuiste el último día sombrío, no te dio tiempo a ver florecer a los almendros. Duele. A ti más, supongo. No lo sé. Quizás ya no. Te diría que no te vayas; creo que es tarde. ¿Y si hubieras podido ver todo esto? Nadie lo sabe. Ni siquiera creo que tú lo supieras. ¿Si fueses, ahora, después de todo, ser capaz de ver las lágrimas? Dónde estás. Dime, ¿quién fue la persona que llegó a conocerte de verdad, alguien? No es fácil darse la vuelta, o sí. ¿Qué hago yo hablando de esto, qué busco, qué me pasa? Girarse y volver. Es tarde. Ojalá no lo fuera. Lo fue en ese momento. Podría no haberlo sido. Ya no sé ni lo que digo. Tengo frío.

    (Nadie muere y desaparece).

miércoles, 12 de febrero de 2014

Las sábanas desordenadas tiene más encanto.

     La marca rojo pintalabios de su almohada queda bañada por la luz que entra por la ventana. Puede ver el verde de los árboles agitarse de forma suave y acompasada, siguiendo el ritmo de la mañana. Se levanta y siente cómo un escalofrío recorre su cuerpo al pisar el suelo con sus pies descalzos. Envuelta entre las sábanas se aproxima al cristal y deja que entre el aire fresco, que enseguida invade todo el espacio, acariciándolo, (acariciándola). El fuerte olor que había quedado en la estancia se va disipando, de manera que ella puede volver a respirar con normalidad, y se va acostumbrando de nuevo a ello. (Porque la noche anterior se había olvidado completamente.)

     Mira hacia su cama, entera deshecha; hasta se puede ver en la esquina inferior izquierda el color del colchón. Se acerca, pero en ese momento decide que prefiere dejarlo así durante un tiempo, para recordar lo que fue. (Para dejar constancia de que él estuvo ahí, que no fue un sueño; aunque no hubiese esperado a verla despierta de nuevo, a la luz del día.) Echa las sábanas que le envuelven sobre la cama y anda hacia el espejo que tiene colocado en una de las paredes de su cuarto. Se mira de pies a cabeza, recorriendo todo su cuerpo con los ojos (como hizo él anoche). Se detiene entre las caderas y la cintura, y desliza el dedo índice alrededor de su ombligo. Vuelve con su trayectoria, hasta llegar a sus rizos (sus desordenados y caóticos rizos). Intenta situarlos en su sitio, pero resulta imposible. Entonces se detiene en las grises ojeras que colorean sus mejillas, quizás a él le habrían gustado.

     Sale del cuarto de baño. Su pelo ha vuelto a su lugar habitual, y sus tirabuzones vuelven a tener forma. Los tonos grisáceos que se marcaban bajo sus ojos se han destintado, dejando a cambio los pómulos rosados. Las pestañas tienen volumen de nuevo, y los labios son otra vez carnosos y de un fuerte color rojo. Se agacha para alcanzar su bolso, colocado junto a la cama que ha quedado deshecha. Deja que sus párpados caigan y le dedica un pensamiento más.

     Y su cama se quedó desbaratada durante todo el día, hasta que volvió a llegar la noche. Porque las sábanas desordenadas tienen más encanto, porque todavía quedaban restos de su olor (y confianza en que volviera).

lunes, 10 de febrero de 2014

Baile de sombras.

     Suenan los Beatles de fondo, (la voz de Paul, en concreto), pero esta vez no les presta demasiada atención. Está ocupada mirando por la ventana y sumiéndose en sus más profundos pensamientos. Se imagina vendiendo un cuadro pintado por ella misma, en el que se reflejara la imagen que está contemplando. En su ilusión, la pintura está presentada en blanco y negro, salvo por una franja de color rosáceo que resalta las oscuras siluetas de ramas secas, agotadas por el invierno.

     Piensa en cómo será el paisaje tras pasar cincuenta años, y también si hace medio siglo eran las mismas tonalidades las que acompañaban el cielo que se encuentra mirando en ese instante. Aunque le gusta burlarse de todos esos colores, utilizando la gama de grises (y acercándose a los matices más oscuros).

     Vuelve a la realidad cuando percibe el cambio de canción. Los acordes lentos y apasionados le invitan a ponerse en pie. Baja la cortina, traslúcida, que convierte la vista que hay tras la ventana en una representación parecida al dibujo que tiene en mente, resaltando el brillo de la luz que poco a poco se acerca a los tonos que presenta el resto de su cuadro.

     Desde fuera, una mirada curiosa descubre (alzando la cabeza para que su sombrero se lo permita) una figura que se mueve al ritmo de una nueva melodía. Piano, esta vez. Ve, a través de siluetas ensombrecidas, cómo ella va desnudando su cuerpo; deja resbalar la cascada de cabello sobre el arco que forma su espalda. Sigue bailando, soñando con el futuro, alzando los brazos para llegar lejos, de puntillas, elevándose aún más.

     Él alza una ceja, deja entrever una media sonrisa, y desaparece tras un camino oscuro que minutos antes había estado coloreado. Y que volvería a estarlo cada día. (Incluso aquel en el que él acompañara a la chica de suaves curvas y movimientos electrizantes en su baile de sombras.)

viernes, 7 de febrero de 2014

Su olor envasado.

   Las campanillas que rozan con la puerta al abrirse han tintineado; el suelo de madera cruje al pisarlo, y una fuerte fragancia que es la mezcla de miles de aromas le envuelven, casi atravesando su cuerpo e impregnándole de todos los olores posibles. Alza la voz para preguntar por la persona encargada de la pequeña tienda que ha encontrado por casualidad, casi escondida en un callejón olvidado; pero enseguida siente que invade el lugar con sus palabras.

     Un hombre encorvado, cubierto de arrugas que parecen pintadas con el extremo del pincel más fino, se acerca al mostrador (un gran escritorio, también de madera, cubierto de frascos de todos los tamaños). El tiempo tiene un concepto diferente en este lugar, pues se cree que puede decidir cuánto durar, y en cualquier otro sitio, viene servido en bandeja y sin posibilidad de devolución. No sabe lo que ha tardado en llegar hasta aquel anciano, ni sabe la cantidad de momentos (si se pueden medir así) que ha empleado en admirar la obra de arte en la que está convertido el espacio que le rodea.

     Las estanterías, oscuras, como el suelo y el escritorio, cubren todas las paredes. Almacenan tarros de formas diversas, que a su vez enjaulan en su interior una infinita variedad de olores. Se acerca a fascinarse con toda la colección de botes, que comprenden una inmensidad de esencias atrapadas. "Violetas", "Lluvia", "Acuarelas"... Cada recipiente con su color y diseño adecuados.

     Gira la mirada hacia el propietario, y descubre, perpleja, que se encuentra a su lado. Ha tomado la delicada mano de ella entre las suyas arcaicas... y huele. La atrae más hacia él, y continúa inspirando su aroma a lo largo de su brazo, con los ojos cerrados. Se aparta y respira profundamente. «Tendré que hacer hueco, pero tengo tu sitio.» Su voz profunda es otro de los aspectos llamativos del peculiar personaje. La chica no entiende sus palabras, pero no le inspira desconfianza, así que le sigue cuando él le indica que se aproxime, con un gesto. De pronto, es rociada por un líquido transparente e inodoro, que toma un color rosa palo, límpido. La etiqueta del frasco expone su nombre, con una caligrafía negra excelente; es su propio perfume, su olor envasado.

    «Aquí podrá encontrar todos los olores que se encuentran en alguna parte de lo que usted llama mundo.» Todavía sorprendida, vuelve a los estantes, y se fija en los frascos que antes parecían escondidos: "Abrazos", "Francia", "Nostalgia". También ha encontrado una multitud de nombres propios, de contenido parecido al que el señor acaba de crear con su fragancia particular, pero con la de cada persona que se oculta tras esos apelativos desconocidos.

      «La felicidad, ¿cómo huele?»

      No obtuvo respuesta. Ni aquella, ni todas las siguientes veces que se adentró en esa peculiar estancia. Hasta que un día conoció a un muchacho en una cafetería de Madrid; su nombre correspondía con uno de los que había encontrado escritos en los botes de la singular tienda, en su primera visita. Y se dio cuenta de que los nombres que fue capaz de ver, se manifestaron a sus ojos porque realmente los necesitaba. Pudo ver solo las vasijas de cristal que estaban ausentes en ella, y por lo que ganaría al encontrar su contenido, las esencias que impregnarían su vida.

      (Y el olor de la felicidad lo encontraría al final, cuando todos los demás aromas desaparecidos se reunieran, cuando el perfume de cada uno de ellos ya hubiera sido gastado y tocara el fondo del recipiente.)

sábado, 25 de enero de 2014

Con los pies de hielo.

     Sus pies se han olvidado de que son pies, y se han cubierto de la escarcha más fría. Parece que no era suficiente teniendo que cargar un corazón que había sido congelado, para que ahora tuviera que llevar los dedos inferiores de hielo, ¡y sin tener de repuesto! Ya ha buscado otro corazón que sustituyera al suyo, para no sentir tanto dolor, pero nadie quiere cambiárselo.

     Desde entonces camina con los cabellos azabache cubriéndole el rostro, dejando al descubierto de vez en cuando una salpicadura de pecas desordenadas. Ni todas las mantas del mundo pueden derretir su nieve. La de dentro, digo. La que pertenece a los pies desaparecerá en cuanto llegue a casa y se dé una ducha caliente. Entonces el chorro de agua irá suprimiendo cada copo, y la temperatura elevada le acuchillará hasta que se templen. En ese momento el frío que se puede curar quedará arreglado.

     (Solo tiene que darse cuenta de que los corazones congelados no se deshielan cambiándolos, sino dejando que otro frío interior se acerque; la escarcha se derrite con el roce de otro dolor).

Cuando no es nada más que todo.

     Inspira fuerte, cierra los ojos, deja caer sus párpados pesados, suelta el aire que anteriormente ha cogido. Noche en vela, porque sus pensamientos no dejan que descanse. Cuando se te acumulan historias, cuando vuelven los recuerdos, cuando no es nada más que todo, todo junto y a la vez, o todo es simplemente nada; cuando eso ocurre, quizás ya no hay nada que hacer. Por eso escribe, desliza sus dedos sobre las teclas de una vieja máquina de escribir, le gusta su sonido. Pero cuando ese todo que es nada, o ese "nada", que en realidad es todo, es demasiado como para no dejarle distinguir la forma de las letras a través de la capa vidriosa que impide distinguir el color de su iris, entonces es cuando coge la pluma. Moja el extremo en un pequeño recipiente que únicamente tiene el fondo manchado de tinta, y coge su cuaderno de páginas amarillentas (y tapas rojas). Cierra los ojos, dejando que las lágrimas resbalen por sus mejillas hasta llegar a los labios, donde mueren agotadas. Y así, ciega de impotencia, deja que su mano vaya creando líneas casi ilegibles de color negro, que solo ella será capaz de descifrar. Vuelve a tomar y a soltar aire profundamente. La muerte no es un juego. (Pero ella acababa de matarse a sí misma entre las páginas de su cuaderno, cubierta de lágrimas saladas, y sangre de tinta).

domingo, 12 de enero de 2014

Suspiros ahogados.

     Está sentada en una terraza, en el centro de Madrid. Es una imagen impactante para los caminantes que pasan por las aceras cercanas, pues es pleno enero y la lluvia cae como si estuviera siendo arrojada desde las nubes, simulando una fuerte cascada. Pero a ella le gusta sentir el agua resbalando por sus cabellos empapados, que se le pegan al rostro y camuflan las lágrimas. Lleva veinticuatro minutos ahí sentada, hace veintidós que pidió un capuchino. El camarero simula que se ha olvidado de su presencia para no tener que salir a la calle, helada y empapada, pero ella tiene algo que le llama la atención, y opta por llevarle su café, con tres terrones de azúcar, como pidió anteriormente. La chica no alza la mirada para darle las gracias, y nota un deje de decepción en el joven, que vacila al tener que irse, y acaba por dar media vuelta y marchar. Ella eleva una de sus comisuras, esbozando una media sonrisa. Cierra los ojos y da un sorbo a su taza, que pronto se enfriará, y endulza sus rosados labios sin dejar ninguna marca. (Porque hay días en los que no hay que dejar marca, y por eso no se ha dado el toque rojo que le caracteriza. Solo que sí ha dejado huella, en aquel chico que no deja de mirar).

     Los escalofríos recorren sus empapadas ropas y sus calados mechones. Echa una última mirada y descubre ilusionada que él también estaba observando.  Suspira, y ahoga los suspiros en aquel último café. (O el penúltimo, para que él vuelva a acercarse a ella, para tener más motivos por los que suspirar).

   

martes, 7 de enero de 2014

Gritos escarlata.

     Cree ser capaz de engañar a todo aquel que le rodea. En realidad, continúa con su vida sólo gracias a la esperanza de así poder seguir manteniendo sus más profundos pensamientos en secreto. O quizás por miedo a que se pierdan tras ella, sin haberlos depositado en ninguna otra persona que pueda conservarlo en su memoria, o incluso un pedazo de papel para que alguien pudiera saber realmente lo que siente en su interior.

     Sus pensamientos suicidas se esconden realmente bien tras una sonrisa no demasiado deslumbrante, pero siempre atenta para regalarse, y de unas manos delgadas y delicadas dispuestas a ser las más fuertes del mundo para levantar a alguien que esté cayendo, o las más suaves para acariciar a quien necesite compañía. En ninguna ocasión ha negado sus miedos y pensamientos de incapacidad, pero tampoco los ha afirmado; nadie ha sentido la necesidad de preguntar.

     Disfruta viendo la sangre resbalar por su piel (disfruta, dentro de lo que cabe). Son lágrimas tintadas, intentando dejar marca, gritos ahogados que nadie escucha o es capaz de observar. Líneas secas color escarlata que tienen su origen en una herida a la que no dejará cicatrizar, a la que mantendrá abierta para seguir admirando el flujo carmesí.

     Grita, para que alguien escuche. Pero en el fondo, no quiere que nadie oiga su voz. No quiere que nadie sufra por su desdicha, que llore sus lágrimas, que sangre sus cortes, ni que sienta sus pensamientos. Soporta todo sola, porque no tiene más remedio.

     (Porque los secretos adquieren ese nombre cuando los escondes para no dañar a los de tu alrededor).